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Desfila la arboleda
Las familias de herrerillos y carboneros que anidaron la pasada primavera en nuestro jardín hace tiempo que se fueron. Debieron pasar el verano de acá para allá, en la libertad de los bosques cercanos, sobrevolando tapices tachonados de brillantes linos, espigados, blancos, azules, lustrosos. Nos dejaron sin la alegría de sus revoloteos, sus trinos, sus idas y venidas. Abajo, junto al río, las zarzas crecen y se enrollan como espinosas madejas a todo lo que alcanzan: endrinos, boneteros, sargas… Los majuelos rocían la tierra con millones de pequeños y delicados pétalos blancos que ya cumplieron su misión señaladora para la perpetuación. El camino transcurre paralelo al riachuelo, entre sauquillos y huertos.
Los endrinos, preñados de marfil, esperan lucir el próximo otoño sus bayas pulidas, casi iridiscentes, y los setos ocultan multitud de formas de vida alada. La hojarasca que aún cubre el suelo bajo nuestros pies matiza otros sonidos, y genera una acústica similar al paso de las hojas en el silencio de una biblioteca. Configurando los límites del agua escasa se elevan los magníficos chopos.
Las choperas o alamedas son bosques constituidos por álamos blancos y negros, estos menos resistentes a las temperaturas elevadas, por lo que prefieren suelos sueltos. Están más presentes en las riberas de las zonas montañosas y son uno de los elementos más constantes en nuestras galerías fluviales.
Al otro lado del arroyo, en la profundidad del seto, un mirlo se opone en voz alta a nuestra intrusión antes de alejarse a través del follaje bordeado de color. Manchas de luz, filtradas entre las ramas más altas, resaltan la capa de musgo y líquenes que alisan la rugosa corteza de los fresnos. Un reyezuelo nos mira indolente. El entorno fluvial se ha debido sentir ignorado durante meses debido a los avatares víricos que nos tuvieron confinados y aún nos amenazan. No pudimos gozar de sus colores, aromas, sonidos y texturas, pero tal vez haya sido para bien pues el río y sus lindes han ganado en lozanía. Sin embargo, el sauce blanco se mostró apático ante esta circunstancia, pues ha alcanzado la máxima altura a pesar de todo tipo de vicisitudes. Palpamos el tronco del sauce, su vitalidad, su fuerza, y recordamos la presencia de la salicina entre sus componentes, cuyas propiedades analgésicas han sido conocidas desde tiempos inmemoriales y aprovechadas para combatir el dolor. Los antiguos egipcios masticaban la corteza para aliviar la fiebre e Hipócrates recetaba remedios con hojas y corteza de sauce para combatir el dolor y la inflamación. Esto ha terminado por servir para la síntesis del ácido acetilsalicílico, la conocida aspirina, en 1890.
La salicina se encuentra especialmente en la corteza, las flores y las hojas jóvenes, y todas se preparan por cocción. Además de las propiedades analgésicas, presenta propiedades antiinflamatorias y antipiréticas, es decir, sirve para bajar la fiebre. Son, al fin y al cabo, las propiedades de la aspirina.
A pesar de la aparente falta de viento, las puntas de las ramas más pequeñas se mueven con insistencia, sus hojas generan una sibilancia cálida y arremolinada interrumpida por el ocasional crujido agudo de las ramas más grandes. Una garza contempla el espectáculo cromático desde una de ellas, mirando de reojo a las palomas torcaces, repartidas por la enramada como si fueran oscuras bolas de navidad. Un pez chapotea uniéndose al concierto de rumores orquestado por el bosque. Las aguas se visten de reflejos y sombras hurtadas a la chopera desfilante con rumbo impreciso.