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El bosque mediterráneo (y 2)
La semana pasada tratamos de realizar un somero viaje en el tiempo para conocer algunos detalles del nacimiento y evolución del bosque mediterráneo. Seguramente quedaron en el tintero datos y circunstancias, lo que en modo alguno ensombrece esa peculiar historia de nuestro entorno. Pero no podemos dejar el asunto sin anotar unas breves pinceladas sobre la estructura de este bosque —más aún, lo que sería su estructura perfecta o ideal— que ha configurado el carácter del mundo mediterráneo.
La vegetación clímax de una región es el conjunto de plantas presentes que se encuentran en equilibrio estable con las condiciones ecológicas del medio. Después de un periodo de tiempo más o menos largo, y sin la intervención humana, la vegetación alcanza un rendimiento óptimo, siempre que las condiciones climáticas no sean desfavorables.
Bosque de quejigos (Quercus faginea)
Un bosque ideal es una formación vegetal constituida por un estrato arbóreo de gran talla, bajo el cual se desarrolla un cortejo de plantas de menor porte, distribuidas, a su vez, en varios estratos, arbustivo, herbáceo y lianoide, que, en conjunto, forman su sotobosque. Veamos un ejemplo cercano. Imaginemos un bosque de encinas (Quercus ilex). Bajo este poderoso estrato arbóreo la sombra proporciona mayor humedad al aire y al suelo, las oscilaciones térmicas son menos acusadas, el viento es menos intenso que en el exterior y la hojarasca protege y fertiliza el suelo, al tiempo que proporciona cobijo a multitud de invertebrados y pequeños vertebrados. Este estrato arbóreo también podría estar formado por pino negral (Pinus nigra) o albar (P. sylvestris), quejigos (Q. faginea), sabinas (Juniperus thurifera) o arces de Montpellier (Acer monspessulanum). Contando con su amparo y protección queda un séquito de arbustos como agracejos (Berberis vulgaris), majuelos (Crataegus monogyna), coscojas (Quercus coccifera), enebros (Juniperus ssp.), sabinas negrales (Juniperus phoenicea) o rastreras (J. sabina), rosales silvestres (Rosa ssp.) y zarzas (Rubus ulmifolius). Su papel ecológico, con su densa e impenetrable estructura, y aportando alimento y protección a multitud de especies animales es impagable. A ello contribuye igualmente el conjunto de plantas que se apoyan en otras para crecer y alcanzar la luz, el estrato lianoide formado por clemátides (Clematis vitalba), hiedras (Hedera helix), madreselvas (Lonicera ssp.) o zarzaparrilla (Smilax aspera), entre otras. Tapizando el suelo, en dura competencia con la alfombra de hojas caídas, está la gran variedad de hierbas que ofrecen una composición florística nada despreciable. Aquí tenemos gramíneas, orquídeas, helechos, gamones o cardos. Así debió ser hace cientos, millones de años.
Majuelo (Crataegus monogyna)
Si la influencia del hombre ha sido nula, si se trata de bosques originales, intactos, hablaremos de bosques primarios, pero son cada vez más escasos, prácticamente inexistentes. La FAO define los bosques primarios como bosques de especies autóctonas que se regeneran naturalmente, donde no existe una huella evidente de las actividades humanas y los procesos ecológicos no se han visto alterados significativamente. Quedan algunos restos en Europa Central y el norte de Escandinavia, y ninguno en la Península Ibérica. Solo contamos con bosques secundarios que nunca alcanzarán la biodiversidad que tuvieron en sus orígenes. A veces podemos tener la suerte de pasear por pequeños bosquetes que apenas han experimentado variación con respecto a su nacimiento, sentir la sensación de encontrarnos en un bosque primitivo, pero ya no podemos referirnos a ellos como bosques primarios porque en algún momento de su historia han sentido la mano del hombre, una mano nada inocente.
En cualquier caso, ese aire de tranquilidad, ese mundo de silencio, ese despertar de emociones que provoca un paseo en las entrañas de un bosque sigue existiendo aunque se trate de un bosque secundario, que no tiene por qué ser un bosque de segunda clase. Y todas las épocas del año van que ni pintadas para ese paseo.