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Habitantes del bosque
Cualquiera que tenga una pizca de aprecio por la Naturaleza no puede sustraerse a la tentación de volver al bosque siempre que tenga ocasión. Es una vuelta a la vida, al origen, al silencio, a la armonía, a la magia y el misterio. El bosque parece deshabitado, pero ellos están ahí. Puede que no los veamos, pero con toda seguridad ellos nos están observando. Esa es una sensación inquietante. El bosque está rebosante de vida y esa es parte de su magia. Algo tengo claro: si quiero compartir con ellos esa magia, debo conocerlos, escucharlos.
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Amanece y los primeros cantos madrugadores ya se dejan oír. Ahí está la paloma torcaz, protegida por la espesura de un nogal, escuchando la llamada del gallo, rompedor del silencio. El arrendajo, ese perfecto diseminador de futuros bosques, chirría ruidosamente entre las ramas de los árboles, quizá protestando porque hay otro desconocido alado allá en las alturas que amenaza su territorio. Ajenos a esta alarmante señal sonora, pasan los carboneros garrapinos, que comparten territorio con sus parientes los carboneros comunes, el macho con su llamativa corbata negra atravesando su vientre, la hembra más discreta. De la lejanía llega el monótono repiqueteo de algún pájaro carpintero tratando de abrir túneles excavados por insectos barrenadores en los troncos de los pinos. Su entrecortado canto, como si fuera un mensaje en clave Morse, le delata, es un pico picapinos. Pero no debe andar lejos su pariente, el pito real, respondiendo a la grajilla. Muchos le conocen como el pájaro relincho. No es difícil averiguar por qué.
Por una ladera cercana se mueve sigilosa la hembra del corzo, que muestra a su cría el camino a seguir y la forma de confundir mediante el ladrido a un posible depredador como puede ser el hombre. Más tranquilidad demuestra el encantador herrerillo común, presumiendo de colorida librea con tonos amarillos y azules, que se mueve en busca de pulgones, orugas y otros insectos. Otro gran servidor del bosque.
Llega la noche y callan los pequeños habitantes alados del bosque. El espacio sonoro queda ocupado por el grillo y el silencio. El cárabo abre sus ojos y se anuncia con un agudo gemido que se antoja aterrador, mientras vigila a un lado y otro desde su ramoso otero.
El bosque… Allí donde habitan la madre de todas las melodías y el padre de todos los silencios. Un artículo de lujo que no aprendemos a apreciar porque es gratis. Antaño asustador oficial de la Naturaleza, refugio de bandoleros, brujas y miedos, es ahora acogedor albergue de reflexiones y soledades.
El bosque. Abrazador de quien conoce y reconoce los rastros ajenos y no desea ir dejando los propios. Un espacio de libertad. El bosque respira, puedes escuchar su aliento, está vivo. El bosque te habla, puedes entenderlo... si quieres. El jolgorio de sus habitantes saluda tus pasos. Y, sin embargo, estos pobladores dicen que el bosque está deshabitado… de sentido común, del escaso reconocimiento de nuestros errores individuales y colectivos, que no les hacen falta nuestros descuidos y ninguneos, que nos quieren como aliados. Y nos animan a ver y escuchar.