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Precipitación oculta
Si alguien nos pidiera que nombrásemos una planta representativa de nuestro entorno serrano, probablemente no tendríamos problema en escoger al pino, en cualquiera de sus especies. Desde el pino carrasco al silvestre, pasando por el rodeno y el negral, todos han significado —y aún lo hacen— lo indecible para nosotros y en todo tiempo. Pueblos agricultores, ganaderos, resineros, madereros… caminantes, domingueros… Debemos tanto al pino que solemos olvidar uno de sus grandes inconvenientes: lo bien que arde.
Este descuido, sin embargo, no debería ser una excusa para quienes tienen la responsabilidad de la gestión forestal, que con obstinada frecuencia se aferran a la repoblación monoespecífica: pinos, pinos, pinos y más pinos. ¿Es que no hay forma de intercalar otras especies que se adaptan a la perfección a las severas condiciones climáticas y orográficas de nuestros montes? ¿Acaso no se sabe reconocer su mayor resistencia al fuego? ¿O es que hay velados intereses en contra de esta medida porque tales especies tienen un crecimiento tan lento que no convienen desde el punto de vista comercial? Estas líneas quieren proponer un incremento inteligente de la superficie forestal formada por una diestra combinación de diferentes especies que, unidas al consabido pino, proporcionen una mayor estabilidad, permanencia y belleza a nuestros bosques. Me refiero al bosque mixto.
Bosque mixto
Hablamos de bosque mixto cuando en él conviven varias especies arbóreas con un papel relevante (1). Prácticamente en cualquier momento del pasado —al menos desde el Plioceno hasta el Cuaternario— el tapiz forestal de la Península Ibérica aparece constantemente integrado por fagáceas y coníferas. Lo más probable es que existieran bosques de frondosas, de coníferas y mixtos. Este tipo de bosques supone una sabia mezcla de exigencia (frondosas) y austeridad (coníferas). Las frondosas (hayas, quercíneas, arces) son especies de sombra que dan lugar a bosques cerrados, exigentes en cuanto a clima y suelo. Las coníferas (nuestros pinos y otros), por su parte, son especies de sol que originan bosques abiertos, frugales, toleran suelos pobres en nutrientes y se adaptan a climas extremos. Cuando los espacios ambientales a que ambos están adaptados se superponen, se genera una competencia que suele resolverse a favor de las frondosas, mejor dotadas biológicamente. Pero el clima y el relieve hacen difícil que esta hegemonía se generalice. Esto es lo que sucede en nuestros montes. Y no por ello vamos a ignorar las bondades del bosque mixto.
Pinar de Pinus sylvestris
Pasemos por alto los hayedos, no sin antes recordar que el botánico alemán Willkomm citaba el haya como especie espontánea en la Serranía durante el siglo XIX. Pensemos en las quercíneas —la encina y los diferentes robles que pueblan nuestros exigentes ecosistemas—. Sus bosques, queda dicho, son cerrados, lo que significa que su dosel reduce la incidencia de la insolación y genera un microclima peculiar, menos seco y cálido, enfriado incluso durante la noche. Es entonces, en la oscuridad, cuando la fronda pierde parte del calor acumulado que, en presencia de un aire más fresco, se convierte en rocío, agua que no tardará en dejarse caer al suelo. Esto es lo que se conoce como precipitación oculta (2), algo así como agua no llovida o lluvia no caída.
Bosque de quercíneas
Pero hay más. El bosque de frondosas, aun conviviendo con las coníferas, aprovecha el vapor de agua atmosférico cuando la humedad del aire es mayor que la del suelo, y lo retiene como valioso recurso hídrico para el monte. Es una respuesta a sus mayores requerimientos de agua. Además, la fronda, al ser ancha, es sensible a la llegada de la niebla e intercepta y recoge lo que puede, reduciendo así la evaporación y enfriando su entorno más cercano. En esta tarea de retención y enfriamiento colaboran también los líquenes y musgos que se aferran a la corteza de los árboles. En todo caso, es agua no precipitada, sino extraída ingeniosamente del aire por las frondosas. Dicho de otra forma, no es solo que el bosque haga llover más, sino que aumenta la eficacia del agua y reutiliza gran parte del agua transpirada (2).
Habría que pensarlo mejor antes de mutilar el bosque recogiendo el musgo de las rocas o de los troncos de los árboles.
El aporte hídrico al ecosistema es importante, no solo por lo que significa de fuente de agua para plantas y animales, sino por el papel que desempeña al aliviar el estrés en un entorno tan austero como el mediterráneo, donde con frecuencia esta agua es la única que entra en periodos secos. La precipitación oculta es vital para mantener su equilibrio, pero los esfuerzos para extender la superficie de los bosques mixtos no se corresponden con esa trascendencia.
(1) Gómez Manzaneque, F. (coord.). (2005). Los bosques ibéricos. Una interpretación geobotánica. Planeta. Barcelona
(2) Montserrat Recoder, P. (2009). La cultura que hace el paisaje. La Fertilidad de la Tierra. Navarra