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¿Qué es eso de ser planta?
Madera, pan, cerveza, vino, lino, algodón, aceite, azúcar, miel, tabaco, papel… No, no se me ha ido la pinza anotando aquí la lista de la compra. La sagacidad de quienes lean estas líneas permitirá desvelar lo que de común tienen estos artículos. ¿Que todos son naturales? Sí, pero hay algo más. Vale, todos nos protegen, nos estimulan, nos alimentan o nos adornan, pero no olvidemos lo esencial: todos se obtienen a partir de las plantas, tan merecedoras de nuestra atención como injustamente ignoradas. Sin ellas no seríamos lo que somos, desde el bichito más insignificante hasta el ser más grande o el más longevo. Ni siquiera el ser humano. Los productos vegetales han influido poderosamente en el comercio mundial y han promovido la navegación a lo largo de la historia, han favorecido el avance de la ciencia e impulsado el desarrollo de la industria… Podríamos llenar docenas de páginas glosando las interminables virtudes de las plantas, pero probablemente acabaríamos preguntándonos qué es eso de ser planta.
Admitamos que, como animales que somos, a los humanos nos atraigan más los animales que las plantas. Desde niños observamos con atención cómo juega el gato con un ovillo de lana, o un perro persiguiendo una pelota lanzada por su amo. Prestamos atención al canto de un pájaro, aunque esté enclaustrado entre los barrotes de una jaula. Al fin y al cabo, los animales se mueven y hacen ruido como nosotros; en cierto sentido, nos parecemos. Es una forma zoocéntrica de ver las cosas. Es un tipo de visión que solemos llamar antropocentrismo y que tantos errores provoca.
Sin embargo, las plantas están quietas, no cantan, si emiten algún sonido, es el provocado por el viento que juega entre las hojas o hacer crujir sus leñosas cuadernas o entrechocar sus trémulas hojas. Las plantas son anodinas, aburridas y, con frecuencia, pasan desapercibidas a nuestros sentidos, no logran seducirnos y a duras penas llegamos a comprender su utilidad, solo merecen, por tanto, nuestra indiferencia.
Decididamente el hombre se vuelca a favor de los animales, se moviliza por ellos, se agrupa para protegerlos, y a menudo comete el error de tratarlos tan bien o mejor que a sus semejantes, como si realmente fueran personas. No es habitual dar con gente entregada a la causa de las plantas. Podríamos recordar en este punto a Julia Butterfly, aquella joven estadounidense que fue capaz de vivir encaramada en una secouya durante algo más de dos años hasta que logró impedir su derribo por una maderera. O a la keniata Wangari Maathai, premio Nobel de la Paz en 2004 y fundadora del Movimiento Cinturón Verde que reunió a miles de mujeres para plantar árboles por todo el país. Aun así, cuesta creer que para muchos las plantas ni siquiera sean seres vivos.
Llamamos la atención a un niño si lo vemos coger una hormiga y arrancarle las patas. Le explicamos que es un ser vivo y que le hace sufrir. El niño mira a la hormiga, duda, la deja en el suelo y parece entenderlo. Entonces se levanta, se agarra a la rama de un árbol y le arranca las hojas, pero nosotros no reaccionamos, acaso pensando que el niño solo juega y no hace daño a nadie. Después de todo, las hojas volverán a salir y la planta ni se entera.
¿Por qué no concedemos más importancia a las plantas? ¿Por qué dedicamos ímprobos esfuerzos en conocer, cuidar o cazar animales, y no nos molestamos en oler el perfume de una flor o admirar la serena belleza de un árbol? ¿Realmente soy tan diferente de una encina? ¿Qué es eso de ser planta a lo que tanto nos cuesta acercarnos?
Las plantas son fuente de paz, su presencia tranquiliza y reconforta. Comparemos un paisaje agreste y desértico y un bosque frondoso. ¿Dónde nos encontramos más a gusto? Si queremos alejarnos del bullicio y el estrés, nada mejor que dejarse atrapar por la serenidad vegetal. Cuando en el parque nos acercamos a un perro, aunque vaya sujeto con una correa —cosa que no siempre sucede—, ignoramos cuál puede ser su reacción, si será amistosa, si gruñirá, si pasará de largo. En todo caso, la incertidumbre genera tensión, aunque sea fugaz, y probablemente no resistiremos la tentación de volver la cabeza para comprobar que el animal, en efecto, se ha desentendido de nosotros. Observar una planta, en cambio, transmite una sensación de paz y placidez que nos invita a reconciliarnos con el entorno. Y si se trata de un árbol, su altura, dureza, estabilidad y longevidad son capaces de ligar la tierra y el aire, el antes y el ahora. Todas las culturas y creencias han sabido valorar esta cualidad. ¿Acaso nosotros hemos perdido tal percepción?
Carl Sagan (1) nos muestra su punto de vista con esa magistral habilidad que le permite tratar lo cósmico y lo terrenal con similar destreza:
“Los hombres crecieron en los bosques y nosotros les tenemos una afinidad natural. ¡Qué hermoso es un árbol que se esfuerza por alcanzar el cielo! Sus hojas recogen la luz solar para fotosintetizarla, y así los árboles compiten dejando en la sombra a sus vecinos. Si buscamos bien, veremos a menudo dos árboles que se empujan y se echan a un lado con una gracia lánguida. Los árboles son máquinas grandes y bellas, accionadas por la luz solar, que toman agua del suelo y dióxido de carbono del aire y convierten estos materiales en alimento para uso suyo y nuestro. La planta utiliza los hidratos de carbono que fabrica como fuente de energía para llevar a cabo sus asuntos vegetales. Y nosotros, los animales, que somos en definitiva parásitos de las plantas, robamos sus hidratos de carbono para poder llevar a cabo nuestros asuntos.”
Para mí está claro: aun teniendo un aspecto diferente al de una encina, aun percibiendo el mundo que me rodea de modo distinto a como lo hace ella, en el fondo la encina y yo comos básicamente iguales. Si retrocedemos lo suficiente en el tiempo, comprobaremos que tenemos un origen común, el mismo que una estrella de mar, una hormiga o un elefante. Cierto, no será fácil que las plantas nos revelen sus secretos mejor guardados. Habrá quien piense por ello que las plantas son menos accesibles que los animales. Yo no lo creo. Otra cosa es que nosotros nos dejemos enganchar por su belleza.
Otras cualidades de las plantas son igualmente desconocidas o poco valoradas. Por ejemplo, su generosidad al dar tanto a cambio de tan poco, como nos muestra Sagan. Entender esto exige una sensibilidad que nuestro ejetreado estilo de vida no nos permite. A propósito, Stefano Mancuso y Alesandra Viola ya nos ilustraron sobre la inteligencia y sensibilidad de las plantas. Y más allá de su utilidad, son seres vivos bellos, discretos, silenciosos, vulnerables…
Creo que las plantas no son objeto del respeto que merecen, que tal vez deberíamos contemplar lo que nos rodea con criterios menos antropocéntricos y más botanicéntricos. Aunque, ahora que lo pienso, hasta la palabra “botánica” tiene una raíz animal (2). En la antigua Grecia, boton era una cabeza de ganado, y botanê era el pasto que comía. Espero que no les importe a las plantas, que su delicada sensibilidad no quede herida, porque ya no podrían quedar más relegadas.
(1) Sagan, C. (2007). Cosmos, Planeta, Barcelona.
(2) Hallé, F. (2016). Elogio de la planta. Por una nueva biología, Los Libros del Jata, Bilbao