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Menos es más

Ciencia

No es el oxígeno el gas más abundante de la atmósfera, aunque sin él no sería posible la vida. El oxígeno supone “solo” el 21 %. La mayor parte del aire es un gas que los científicos llaman inerte, es decir, que no reacciona con casi ninguna sustancia, el nitrógeno, y ocupa un 78 %. Hagamos cuentas: oxígeno y nitrógeno, por tanto, acaparan nada menos que el 99 % del aire, y nos queda un insignificante 1 % que se reparten otros gases como los conocidos como gases nobles, hidrógeno o metano. Bueno, hasta ahora no he mencionado uno de esos gases que tan de moda están y que, al decir de algunos, tantos problemas ocasiona al planeta, el dióxido de carbono (CO2). Bien, dentro de ese pequeño 1 % de aire que no monopolizan el nitrógeno y el oxígeno, se encuentra el CO2, que ocupa la friolera del 0,033 % del total, y aun pareciendo insustancial, resulta relevante para la vida en el planeta.

El CO2 y otros gases forman una especie de envoltura, de caparazón, en la atmósfera, provocando un efecto muy parecido al que realiza el cristal de un invernadero, el cual, además de preservar del frío, mejora las condiciones de crecimiento de frutos y plantas en general. La transparencia del cristal hace posible que los rayos solares penetren en el invernadero. Consecuentemente, el suelo aumenta su temperatura. Parte de este calor se envía hacia el exterior, pero el resto de la radiación se ve frenada por el cristal, lo que hace que el interior conserve una temperatura que hace posible la vida. Es lo que se conoce como efecto invernadero, de modo que, ¡bendito efecto invernadero!

Lo de ser el malo de la película le viene por el hecho de que la actividad humana está alterando el equilibrio natural al incrementar la proporción de gases de efecto invernadero, el CO2 entre ellos, lo que nos lleva al consabido aumento de la temperatura media, eso que hemos dado en llamar calentamiento global. Por tanto, el efecto invernadero no es el problema, sino más bien el aumento del efecto invernadero. Hecha esta aclaración, recordemos que ya tuvimos ocasión de analizar cómo podían las ciudades combatir el problema, y detengámonos en la relación de este gas con las plantas.

Digamos que el CO2 es un combustible fundamental para la nutrición y el crecimiento de las plantas. Bien mirado, el aumento de CO2 en la atmósfera podría considerarse como una inversión de capital para las reservas vegetales. El CO2 favorece el desarrollo de las plantas, del mismo modo que la deforestación reduce notablemente la capacidad de absorción de ese gas. Dicho de otro modo, los bosques son sumideros de CO2 y, por tanto, representan un símbolo de equilibrio. Peter Wohlleben (1) nos recuerda algo que no por evidente, resulta fundamental: las plantas realizan la fotosíntesis y producen hidratos de carbono que utilizan para su crecimiento, y de esta manera, a lo largo de su vida, almacenan hasta 20 toneladas de CO2 en el tronco, las ramas y las raíces. Ahora bien, cuando mueren esa masa de gases de efecto invernadero se libera mientras la madera es procesada por hongos y bacterias.

Sin embargo, en la Naturaleza no siempre dos y dos son cuatro. No toda la cantidad de CO2 absorbida se devuelve a la atmósfera tras la muerte del vegetal; la mayor parte se conserva en el ecosistema. No olvidemos el trabajo descomponedor de hongos y bacterias y su esfuerzo por transformar el CO2 en humus. Así es como se ha formado el carbón hace millones de años, bosques fósiles que ahora se queman en las centrales térmicas. Y eso es lo que podemos observar a poco que arañemos la capa superficial del suelo en un bosque, una capa más oscura por estar enriquecida con materia orgánica, esto es, con carbono.

Esta labor de limpieza atmosférica ha funcionado así desde que aparecieron las plantas sobre la superficie de la Tierra. Pero ahora los aportes de CO2 superan a la cantidad absorbida. El desequilibrio está servido. No obstante, puede asaltarnos la duda. Si este dichoso gas es tan bueno para las plantas, ¿por qué eliminarlo? ¿No se ha comprobado que un aumento de la concentración hace que los árboles crezcan más rápidamente? Es posible, pero ¿acaso tenemos prisa? El árbol no tiene ninguna, es más, cuanto más lento crezca, más tiempo vive. Conclusión: menos cantidad de CO2 es sinónimo de más tiempo de vida. Luego un crecimiento rápido no es sano. Sí, los árboles jóvenes tienen más vitalidad, crecen más rápido que los viejos, que captan menos CO2 que los jóvenes, por lo que tal vez convendría plantearse la posibilidad de lograr el rejuvenecimiento del bosque. ¿Acierto o error? Es un acierto, pero esto nos lleva al problema de la mala gestión forestal, a la deficiente calidad de los bosques. Cortar un árbol no es malo; lo es si se hace sin conocimiento, sin un objetivo claro. No se trata solo de aprovechar la leña —y, por extensión, los demás recursos naturales—, sino de recuperar las prácticas tradicionales centradas en el bosque, que es como decir evitar el vacío del campo, promover la explotación sostenible y el desarrollo rural, combatir el furtivismo y el aprovechamiento de los recursos con fines exclusivamente comerciales.

Qué razón tenía un anónimo inglés del siglo XVII: “¿Cómo van a poder vivir nuestros descendientes si utilizamos todos los medios a nuestro alcance para destruir?”. Y Hope Jahren (2) culmina este pensamiento: “Nuestro mundo se está desmoronando en silencio. La civilización humana ha reducido las plantas —una forma de vida de 400 millones de años— a tres cosas: alimento, medicina y madera. En nuestro implacable y cada vez más intenso anhelo por obtener más volumen, potencia y variedad de esas tres cosas, hemos devastado los sistemas ecológicos vegetales hasta un extremo que millones de años de desastres naturales no pudieron alcanzar.”

 

(1) WOHLLEBEN, Peter: La vida secreta de los árboles, Obelisco, Barcelona, 2016

(2) JAHREN, Hope: La memoria secreta de las hojas, Paidós, Barcelona, 2017