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Una especie bastante limitada
¿Deberíamos dar credibilidad a alguien que se atreviera a calificar a nuestra especie de estrambótica, extravagante o desordenada? Bueno, si tenemos en cuenta que lo nuestro sobre la faz de la Tierra no pasa de ser una mera casualidad, un caso de buena suerte, podría ser. Si se lo preguntaran a Albert Einstein, un tipo que no tenía demasiado buen concepto del ser humano, la cosa gana puntos. Pero si quien lo dice es un reputado biólogo como Edward O. Wilson, poseedor de incontables premios científicos y autor de libros como La conquista social de la Tierra (Debate, 2012), que ya ha aparecido por aquí en varias ocasiones, entonces pongamos punto en boca.
Lo dice en su libro El sentido de la existencia humana (Gedisa, 2016), donde sostiene que, en comparación con los atributos que definen a otras especies, la nuestra sale nítidamente perdiendo, por muy capaz que sea de escribir libros, desarrollar la tecnología o producir música, entre otras habilidades. Sí, Homo sapiens ganó la lotería de la evolución, y el premio fue “una forma de civilización basada en el lenguaje simbólico y la cultura”, dice Wilson, pero también una “colosal capacidad de extraer recursos no renovables del planeta, así como de exterminar alegremente a las otras especies”. Bueno, visto así, no sé si será un premio para la especie, pero no parece que lo sea para el Planeta. Homo sapiens se regodea en su narcisismo mientras continúa destruyendo su entorno. La Naturaleza cometió el enorme error de no añadir el sentido común a los cinco que tenemos. Y no solo eso, sino que de estos cinco, solo dos sirven de base para nuestra orientación, la vista y el oído.
Es cierto que somos capaces de percibir aromas, sabores y texturas, pero, como afirma Wilson, “en lo que a quimiorrecepción se refiere, somos unos imbéciles” —Einstein debe estar dando palmas con las orejas donde quiera que esté—. Poco tardamos, a pesar de todo, en erigirnos en los reyes del mambo, en escalar ese pedestal de soberbia en el que nos hemos encaramado como especie desde el que observamos con arrogancia al resto de la biodiversidad, sin ver que casi todos los otros organismos son unos genios. Y es que casi todos —animales, plantas, hongos, microbios— dependen casi en exclusiva de las feromonas para comunicarse.
Las feromonas son sustancias químicas que esos seres vivos —esos genios— emiten para comunicarse entre los miembros de su misma especie. Así hacen las abejas para informar de la existencia de un intruso o de un buen lugar donde recoger polen. Y encima, bailan. Las hormigas atraen al otro sexo con feromonas y captan su mensaje en décimas de segundo por medio de las antenas. También las polillas y las mariposas se aparean utilizando feromonas y el hombre ha logrado entender este fenómeno hasta el punto de colocar trampas para combatir a la procesionaria del pino o los escolítidos, por ejemplo. Nosotros, con nuestra prodigiosa vista y nuestro portentoso oído apenas detectamos la bonita combinación de colores de un prado en primavera o un bosque en otoño, o nos deleitamos con el canto de un ruiseñor y el monótono estridular de las cigarras. Eso si somos capaces de distinguir entre un ruiseñor y un mirlo, o entre una cigarra y un saltamontes; o si prestamos la debida atención, que no es lo más habitual. Quizá deberíamos preguntarnos con Wilson si serían más agradables para nosotros las moscas y los escorpiones en el caso de que supieran cantar dulces melodías. ¿Por qué las culebras y serpientes, los murciélagos o los ratones nos parecen tan desagradables? ¿Porque no cantan ni son multicolores? No nos dejemos llevar por las apariencias. Wilson nos advierte: los naturalistas creen por principio que, si un animal es bonito y además no reacciona ante la cercanía de un humano, no solo será venenoso sino que probablemente sea incluso mortal.
Nuestro eminente mirmecólogo —estudioso de las hormigas— de cabecera, nos cuenta el curioso caso de una especie de estos insectos que recluta esclavas de otras especies. Cuando se acercan al hormiguero de sus víctimas emiten unas sustancias químicas de alarma —los científicos las llaman alelomonas—, y eso provoca tal confusión entre las defensoras que huyen despavoridas, circunstancia que aprovechan las invasoras para llevarse a las crías cuando aún están en forma de crisálida. Al pasar al estado de adulto, las hormigas secuestradas se comportan como hermanas de las secuestradoras, a las que sirven como esclavas para siempre.
Las plantas —sí, sí, las plantas— también están dotadas de una asombrosa sensibilidad. Ante un ataque enemigo emiten productos químicos que no solo sofocan al agresor, sino que advierten de esa circunstancia a otros individuos de su especie para que produzcan sustancias defensivas, o a los depredadores de tal atacante para que acudan al banquete.
El ser humano es demasiado grande para entender el lenguaje de las feromonas utilizado por los insectos y otros seres menores, y por eso les ha prestado poca atención. Su evolución desde el momento en que creció el cerebro y fue capaz de ponerse en pie hizo que se desarrollaran la vista y el oído por encima de los otros sentidos. La comunicación por feromonas hubiera sido demasiado lenta para su forma de vida. Por tanto, como señala Wilson, “las innovaciones evolutivas que nos hicieron amos y señores del mundo viviente también nos convirtieron en minusválidos sensoriales. Por culpa de eso ignoramos casi toda la vida de la biosfera que hemos estado destruyendo —y aún seguimos destruyendo, añado— de forma tan descuidada”. Lo que hace falta es que seamos más humildes y menos miopes y sordos —con lo buenos que supuestamente son nuestros sentidos de la vista y el oído—como para no ser conscientes de las dos cosas, de nuestra minusvalía sensorial y del daño que infringimos a la Naturaleza.