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Adiós a un gigante
Mira que tiene casualidades la vida. La semana pasada entraba en este blog la expresión “a hombros de gigantes” y circulaban algunos nombres que para mí son referencia obligada, entre los que figura José Luis Sampedro. Y es bastante probable que en el mismo momento en que veía la luz esa entrada, nos dejaba huérfanos y sin luz ese faro de coherencia y sentido común. Nos ha dejado un feroz rival del mercado y la globalización capitalista que reclamaba otro tipo de globalización, la de todo aquello que es importante para la vida humana. Nos ha dejado un intelectual líder del pensamiento libre, un indignado y un disidente del mercado secuestrador de voluntades… Nos ha dejado un ser humano sencillo, discreto y humilde que rechazaba la publicidad, hasta el punto de que nos enteramos de su pérdida dos días después, porque así lo quiso.
José Luis Sampedro en 2006 (Foto de Íñigo González).
A lo largo de su dilatada y lúcida existencia, Sampedro habló y escribió sobre economía —era economista de formación— y sobre la vida. Pero nunca presumió de sus conocimientos, nunca trató de imponer sus ideas. “He trabajado mucho para ser lo que soy, aprendiz de mí mismo”, dijo. Sin alcanzar los máximos honores en la dirección de un poderoso banco, era un gigante de la economía que no se cansaba de denunciar cómo crece el agujero en el que se hunden cada vez más los pobres mientras crece imparable la distancia que los separa de los ricos, un objetor de la filosofía de mercado, un gigante que decía cosas como estas: “Una sociedad que tiene como referente el dinero, no funciona.” O también “Los ideales no se compran ni se venden”. Así, aireando con libertad sus ideas, denunció que los financieros, “culpables indiscutibles de la crisis, han salvado ya el bache y prosiguen su vida como siempre sin grandes pérdidas. En cambio, sus víctimas no han recuperado el trabajo ni su nivel de ingresos.”
Quizá por ello también se convirtió en un gigante para el millonario movimiento de indignados que un buen día despertó repentinamente, sin violencia, en una “democracia, en el estado de bienestar de nuestra maravillosa civilización occidental”, aunque él, comprometido con la Historia, tenía serias dudas acerca de si esto es realmente una democracia.
Era un gigante de la literatura cuyo nombre nunca llegó a honrar un premio como el Cervantes de las letras españolas. Supo dominar el lenguaje con una maestría que no fue valorada con justeza, un lenguaje con el que describía delicadamente el paisaje por el que discurrían sus personajes. He aquí uno de los innumerables ejemplos que se podrían citar, tomado de su inolvidable El río que nos lleva, la obra que más me ha llegado: “Allí habitaba no sólo el olivo viejísimo, ya extraño a la sierra, sino también el retorcido algarrobo, los oscuros mirtos, las palmeras y hasta un granado —sí, un granado, como en el Cantar de los Cantares—, entre otras plantas exóticas que desafiaban la austeridad circundante y componían una verde y cálida decoración, casi sensual por el contraste con la roca y el yermo.”
De esta misma obra tomo estas palabras que casi nos permiten oler el monte de la Serranía: “Vuelve a presentarse, después de cada noche, el mismo día. De pronto, sorprende un olor diferente. El aire mezcla, en su calor monótono, un muy vivo perfume. ¿Qué ocurre? ¡Ah, han abierto el almacén del espliego! Se han puesto a destilar detrás de la casa. El sol brilla en la gigantesca calabaza cobriza de la alquitara, con sus juntas tapadas con barro, y el aire huele a monte concentrado. Shannon recuerda aquellos últimos días de la sierra, de cara ya a la primavera, cuando un poco de sol espoleaba los romeros, los tomillos, los espliegos. Y el recuerdo del monte se reaviva en la charla con el Quico, que sabe pronosticar el tiempo con las «cabañuelas».”
Era un gigante de la educación, la educación para la vida, esa que se practica cada vez menos, un gigante que decía “la educación es una suma de amor y provocación. Amor, porque hay que querer a los niños; provocación, porque hay que suscitar en ellos el interés por aprender y discutir”. Reflexionando en torno a esta idea, puede —debe— asaltarnos la sensación de lo mucho que nos queda por aprender y hacer en materia de educación. Educar es mucho más que instruir, se trata de preparar a alguien para la vida. Preocupado por las generaciones que le siguen en el tiempo más que por sí mismo, le asaltó la duda sobre qué estamos haciendo, qué será de ellos.
Era un gigante de la vida que, a pesar de confesarse profundamente alarmado y descontento con el mundo y el momento que le tocó vivir, trató de mostrarnos el camino de la vida buena, no de la buena vida: “Todos tenemos una obligación: estamos vivos, pues tenemos que vivir, ejercer la vida”, decía guiado por su gran amor a la vida. Sampedro también decía que con tanto invento, no hemos conseguido lo más importante: ser civilizados.
Es tremendo el vacío que nos deja este docto humanista, este hombre bueno que supo teñir la vida de esperanza a pesar de todo: “Siempre hay esperanza para el futuro: el futuro sigue, nosotros no, pero el futuro sigue”. Sabia lección que nos lega junto a su pensamiento y su ejemplo. Nos queda su lucha por tratar de construir un mundo mejor. Seamos inteligentes y sepamos aprovechar su estela.