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Nomenclatura

Divulgación

El roble es un árbol muy común en nuestra geografía, y a él se ha recurrido con asombrosa frecuencia en la literatura, tanto española como universal. Y para muestra, dos botones:

 

“De modo que el otoño fue pasando con la alegría de la vendimia y los cestos de uvas que llenaban mi casa y los paseos hasta el castillo de nuestro noviazgo. Desde allí se veían los chopos del río, abajo, con el oro de las hojas brillando al sol y el rojizo creciente de los robles extendiéndose por las laderas del monte.”

Josefina R. Aldecoa
Historia de una maestra

 

“Dejó que el caballo paciera hierba y flores, y después siguió el camino que subía a las montañas. Las estribaciones estaban cubiertas de hayas, castaños y robles, y más arriba había pinos y abetos que desaparecerían en los niveles más altos donde hasta las más pequeñas plantas serían escasas.”

Noah Gordon
El último judío

 

Con total seguridad, tanto Josefina Aldecoa como Noah Gordon sabían perfectamente a qué se referían con la palabra "roble", pero estos textos, leídos por diferentes personas en diferentes regiones, podrían inducir a error, porque este nombre se aplica igualmente a diferentes especies de árboles. Un botánico diría del roble que, en sentido amplio, es cualquier especie con fruto en bellota. Solo en la provincia de Cuenca tenemos tres que la gente suele designar con el término "roble": el quejigo, el melojo y el roble albar. No es el único caso, pues contamos con multitud de ejemplos que se prestan fácilmente a la confusión. Hace poco vimos el ejemplo del madroño, del que se conocen casi veinte nombres vernáculos.

Lo mismo podemos decir en el mundo animal. Un ave avistada en la calle o en nuestro jardín recibe el genérico y poco descriptivo nombre de pájaro, cuando cualquiera es capaz de darse cuenta de que existen docenas, cientos de aves similares que se diferencian por la forma de su cuerpo, el color de su plumaje, sus patas o su pico, desde el diminuto colibrí hasta el cuervo. La cultura popular tiene estas cosas, por lo que parece conveniente dar un nombre con el que pueda ser identificado ese pájaro o esa planta por cualquier persona allá donde viva.

Estas circunstancias, lejos de ser novedosas, pudieron ser las desencadenantes de que en la Edad Media, con el nacimiento de las universidades, ya se pusieran los científicos manos a la obra en la tarea de identificar las especies vivas con un único nombre válido para todos, lo que se dio en llamar taxonomía, algo así como la ciencia que establece las normas para ordenar los nombres, es decir, la ciencia de la clasificación. Pero todos los intentos se vieron insuficientes hasta el siglo XVIII, en que surge la figura de Carl von Linné, Carlos Linneo para nosotros, que en 1753 publica Species planctarum (Las especies de las plantas), aunque su ambición era nombrar también los animales y los minerales.

Básicamente, Linneo propuso agrupar las especies con características similares en géneros, estos géneros en familias, estas en órdenes y estos en clases. Él no inventó estas categorías, pues ya existían, y después de él se incorporaron la división o filum y el reino. Así, todos los seres vivos están agrupados en las siguientes categorías:

REINO – DIVISIÓN – CLASE – ORDEN – FAMILIA – GÉNERO – ESPECIE

De esta forma, el nombre de nuestro madroño quedaría así:

Plantae – Magnoliophyta – Magnoliopsida – Ericales – Ericaceae – Arbutus – unedo

A veces, entre unas y otras se intercalan otras unidades de clasificación al encontrarse grupos de poblaciones que difieren morfológicamente entre sí, y entonces se incluyen subdivisiones, subclases, subórdenes, subfamilias, subgéneros, subespecies e incluso variedades.

Madroño (Arbutus unedo)

 

Pero lo auténticamente novedoso de Linneo fue el uso de la nomenclatura conocida como binominal, esto es, que cada ser vivo pueda ser nombrado con dos palabras, escritas en latín, la primera de las cuales se refiere al género y la segunda a la especie. Así, para referirnos al madroño basta con decir Arbutus unedo. Y nuestro “roble” queda nombrado como Quercus, que es el género, pero habría que ver si realmente Josefina Aldecoa y Noah Gordon se referían al Quercus faginea (quejigo), Quercus pyrenaica (melojo) o Quercus petraea (roble albar). Y así podríamos seguir nombrando a las más de 600 especies que forman el género de las quercíneas.

El nombre específico suele dar una información sobre su origen, su morfología (tamaño, color…), su hábitat, o puede ser un homenaje a una personalidad científica. He aquí algunos ejemplos: pendula (que cuelga), triacanthos (con tres espinas), aquifolium (hojas espinosas), monspessulanum (procedente de Montpellier), palustres (que vive en un entorno acuático), halepensis (original de Alepo), bignoioides (en honor a Bignon), etc. El nombre genérico se escribe con mayúscula y ambos se expresan en letra cursiva. La pareja suele terminarse con el nombre del científico que describió la especie por primera vez y el año en que lo hizo, ambos entre paréntesis, aunque se suelen obviar estos datos o sustituirlos por una inicial o abreviatura del autor. Con esto, el madroño quedaría como Arbutus unedo (Linneaeus, 1753), o bien Arbutus unedo L.

Bledo común (Amaranthus hybrida L.)

 

Me gustaría defender el conocimiento y uso del nombre científico de la vida que nos rodea porque más allá de la información que nos ofrece ese binomio fantástico que con frecuencia se nos atraganta, el pájaro, el insecto, la ardilla o cualquiera de las plantas que pueblan nuestros parques y jardines puede ser reconocido sin sombra de duda por un observador que conozca su nombre latino, aquí y en las antípodas.