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Blog

Vamos al mercado

Divulgación

No cabe duda: la necesidad de perpetuarse es común a todos los seres vivos. Las plantas también sienten esta exigencia vital. Destaco la palabra “sienten” obligado por la lectura de Mancuso y Viola. Y no solo sienten, sino que utilizan estrategias para resolver problemas como el que nos ocupa, tanto en el momento de la polinización como en la dispersión de las semillas. Cada especie sale adelante a su manera, unas a través del viento, otras por el agua y otras por medio de los animales.

Así pues, la polinización que se realiza con el concurso del viento se llama anemófila (del griego, ánemos, viento y phílos, amigo) —algo que también conocemos como polinización anemógama (de gámos, unión)—; es el caso de las gramíneas, las quercíneas o los pinos. La que se sirve del agua como vector se llama hidrófila (del griego hidros, agua), aunque es utilizada por apenas un puñado de angiospermas. Y la más popular es la polinización zoófila (del griego zóa, animal), que puede servirse de insectos (entomófila o entomógama), aves (ornitófila u ornitógama) o murciélagos (quiropterófila o quiropterógama) —sí, sorprende ver cómo hay plantas que eligen como vector a un animal dotado de tal maña visión, que no ciego—. Lo más probable es que cualquier flor en la que pensemos con vivos colores tendrá algún tipo de acuerdo con tal o cual vector animal. Algunos reptiles y otros mamíferos también pueden participar en el transporte de polen. Pero recordemos en este punto que la relación de las plantas con flor con los animales, y muy especialmente con los insectos, fue uno de los factores determinantes de la evolución de esas plantas, algo que trajo de cabeza al mismísimo Darwin.

Inflorescencia mascurlina de pino albar (Pinus sylvestris), un ejemplo de polinización anemófila.

 

La lenteja de agua (Lemna minuta) puede representar a las plantas con polinización hidrófila.

 

En cuanto a la dispersión de semillas, recordemos que estas deben caer a cierta distancia de la planta “madre” para que puedan desarrollarse sin ofrecer competencia. Ya se sabe, el quejigo crece mal bajo el quejigo y el majuelo crece mal bajo el majuelo, por eso hay que buscar otros horizontes. Los agentes dispersores son los mismos, el viento (anemocoria, del griego córos, movimiento, baile), el agua (hidrocoria) y los animales (zoocoria), incluyendo al hombre. Pues bien, aquellas plantas que necesitan a los animales para el transporte del polen o de las semillas deben ser capaces de resolver el problema de cómo llamar su atención, de saber elegir a quién van a utilizar para esa tarea. Desde este punto de vista, podríamos aventurarnos al afirmar que las plantas zoófilas deben desplegar más dotes de inteligencia que las anemófilas o las hidrófilas, así como que estas están obligadas a emplear más energía para asegurarse de que su material genético llega a su destino, ya que su sistema es menos eficiente.

Una abeja libando una flor de achicoria (Cichorium intybus).

 

En todo caso, Mancuso y Viola nos sugieren que pensemos en la polinización como en un gran mercado, pues en la operación interviene alguien que ofrece un producto (la planta), el producto (polen o néctar), un mensaje publicitario (el color, el aroma, el tamaño…) y alguien que adquiere ese producto atraído por la publicidad (por ejemplo, un insecto, si pensamos que la polinización entomófila es la más frecuente). El comerciante obtiene como beneficio la continuidad de sus genes, que no es poco, mientras que el cliente gana suculentos víveres a cambio de sus servicios de transporte. Aunque aquí interviene también un componente de azar: si un insecto llega a una flor de la especie A, no lo hace con intención de hacerle un favor, sino de obtener alimento. Utilizará parte del polen, pero otra parte queda impregnada en su cuerpo, y cumplirá su objetivo de continuidad si la siguiente flor es también de la especie A, pero se perderá si llega a una flor de la especie B.

Un escarabajo y una avispa comparte menú en el mismo restaurante.

 

Y termino con otra curiosa reflexión. ¿Nos hemos planteado alguna vez que en todo este negocio comercial hay comerciantes honrados y tramposos? Una amapola ofrece lo que tiene, pone en su “escaparate” un llamativo luminoso de color rojo intenso y quien vaya sabe lo que va a encontrar. Pero hay flores, como la flor de araña (Ophrys sphegodes) y otras orquidáceas que se disfrazan y emiten feromonas para engatusar a los insectos que aún no se han apareado, de suerte que comienzan a hacerlo con la flor con tal ímpetu que los sacos polínicos quedan adheridos a su cuerpo.

La Naturaleza es asombrosa y cada vez nos ofrece más pruebas de la sensibilidad y astucia de los seres vivos, también de las plantas.

 

Referencia:

MANCUSO, Stefano y VIOLA, Alessandra: Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015