Blog
Vendavales y árboles, una complicada relación (*)
El último caso sucedió en Tarragona a mediados de octubre: “El extraño fenómeno que pudo acabar en tragedia en Tarragona” (La Vanguardia, 20-10-2017). Y no será porque no se viene diciendo desde los años ochenta. Podemos recurrir a típica perogrullada: el clima está cambiando, y más deprisa de lo que se vaticinaba. Dadas las pruebas que día tras día estamos viviendo, no pasa de ser una evidencia, por más que aún haya gobernantes que se nieguen a admitir esta verdad. Y tales pruebas no constituyen novedad alguna; ya digo, recuerdo haber leído en prensa y libros de hace treinta años que iba a pasar lo que está pasando.
Sin entrar en más detalles, centrémonos en una de esas certezas y en sus efectos sobre los árboles. Me refiero a los vendavales que de cuando en cuando nos visitan de forma repentina causando graves daños en cuestión de pocos minutos. ¿Acaso los árboles de la ciudad se han convertido en un peligro para la integridad de las personas y el mobiliario urbano? Los sucesos se presentan a veces en la entrada de los noticiarios o la primera página de los periódicos. Pero la sucesión está empezando a ser más larga de lo habitual:
“Un niño herido grave, árboles caídos y cables desprendidos por el vendaval” (Barcelona, 2015).
“El vendaval sigue en Albacete. El viento arranca de raíz un árbol caído en el parque lineal” (Albacete, 2015).
“El vendaval deja en Bizkaia un hombre herido y una decena de árboles caídos” (Bilbao, 2017).
“Seis heridos tras la caída de la rama de un árbol en una plaza de Leganés” (Leganés, 2017)…
La lista es interminable.
Es posible que debiéramos hablar de árboles y de capacidad de adaptación de los ciudadanos. La relación entre los árboles y las tormentas es complicada, como lo manifiestan las numerosas imágenes de arboledas, parques y bosques enteros despojados de sus hojas tras el paso del viento. A primera vista, una comunidad puede concluir impulsivamente que los árboles no valen la pena, al menos fuera de los parques. Sin ir más lejos, nos queda el testimonio gráfico de las acacias que había plantadas en Carretería hasta 1925, o los arbolillos que mucho después orlaban la Plaza Mayor. ¿Qué propósito sanitario, estético o espacial empujó a perpetrar semejante dislate? ¿Fue quizá una masiva petición de la ciudadanía? Si fue así, la comunidad se estaría despojando de una amplia gama de beneficios, desde la calidad del aire y la reducción de la isla de calor urbana hasta el mejor desarrollo académico en los niños, tiempos de recuperación reducidos en hospitales y, sí, de forma especial, incluso la mejor gestión de aguas de lluvia —si es que llueve—.
Cuando se eliminan los árboles que filtran el agua y purifican el aire, son más frecuentes y graves los daños provocados por las inundaciones, que de otro modo no habrían ocurrido a tal escala, causando daños paralizantes en la vida y la economía de las personas. Nuestra capacidad de adaptación debería explotar las lecciones que —se supone— hemos aprendido sobre el viento y los árboles. ¿Cómo podemos equilibrar tales riesgos muy reales con unos beneficios tan prolíficos? La clave no es otra que doblar y mejorar el dosel de árboles en la ciudad. Aunque los científicos han sabido que el aumento de la velocidad del viento incrementa la probabilidad de que los árboles fallen, otros factores agrandan significativamente el daño al dosel arbóreo de la ciudad durante un vendaval:
- Los árboles que viven en grupos sobreviven mejor al viento que los individuos aislados.
- Unas especies resisten al viento mejor que otras.
- Los árboles que pierden sus hojas tras el paso de un vendaval no están necesariamente muertos.
- Los suelos más profundos y de mejor calidad significan menos árboles malogrados.
- Los árboles autóctonos sobreviven mejor al fuerte viento.
- Los árboles más viejos y menos vigorosos tienen más probabilidades de deteriorarse.
- Los árboles bien podados sobreviven mejor a los vendavales.
Todo esto demuestra la importancia de la vida, la infraestructura y el ahorro económico de las ciudades que invierten adecuadamente en un equilibrado programa forestal urbano. Esto incluye la contratación de personal con experiencia técnica y la reserva de un asiento para la silvicultura en la mesa de planificación cuando se toman decisiones sobre cualquier aspecto del entorno urbano.
Si bien el riesgo de quiebra del árbol nunca puede eliminarse por completo, si se combina todo esto con un programa forestal verdaderamente integral, se reduciría el riesgo de manera significativa al:
- Desarrollar y aplicar un plan forestal urbano comprensible.
- Realizar podas estructurales tanto en árboles jóvenes como maduros.
- Plantar más especies resistentes al viento y la sal.
- Seleccionar las especies correctas y diseñar los lugares adecuados, con el suelo idóneo.
- Plantar árboles de alta calidad con guías centrales y buena estructura.
- Organizar un equipo de acción forestal urbana para desplegarse tras un desastre, si es necesario.
En un tiempo en que se diseñan aplicaciones para el móvil de lo más variopinto —muchas de ellas completamente inútiles—, bien podría ver la luz una que sirviera para ayudar a los gerentes de la ciudad y otras profesiones a integrar los árboles en sus procesos de toma de decisiones, una aplicación que incluyera una guía paso a paso para que cualquier comunidad pudiera evaluar dónde están actualmente y acceder a los recursos técnicos necesarios para mejorar su potencial forestal urbano. Puede que ya exista esta tecnología, pero yo al menos no he oído hablar de ella. El daño infligido en los árboles de cada ciudad por los vendavales ha despertado su necesidad, y no vendría mal disponer de ella mientras la comunidad se va adaptando a los acontecimientos y a los cambios que depara el clima.
En todo caso, tampoco estaría de más que se incrementaran los de plantación y mantenimiento al objeto de recuperar el beneficioso dosel de árboles que toda ciudad merece. Ya sea en una gran área metropolitana o en una pequeña ciudad, la gestión activa puede ayudar a que los árboles de la comunidad no solo resistan mejor los vendavales, sino que también se conviertan en un recurso para filtrar el agua, reducir las superficies impermeables y limpiar el aire en un momento en que esas funciones son más urgentes y necesarias.
Mientras nos vamos adaptando a más tornados, más y más largas sequías, más inundaciones, más calor y todo aquello que ya nos decían en los años ochenta, no está de más desear que entre el otoño de una vez, aunque sea en los umbrales de noviembre.
(*) Adaptado de Hurricanes and Trees: It’s Complicated, de Ian Leahy, Director of Urban Forest Programs.