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Conciertos de estío
La tierra oscila bajo la fuerza del sol, que amenaza con calentar hasta los pies de los lagartos. El sonido de las cigarras en plena canícula es una infinita solicitud de silencio de quien no es capaz de callar. Como adelantaba la fábula de Esopo, ya les pedirá cuentas el invierno. O no, si saben refugiarse en algún secreto agujero del suelo. No será el caso de las hembras, que mueren al poco de poner los huevos. Sí lo hacen las cigarras jóvenes, aún larvas, nada más eclosionar, que caen al suelo y se ocultan en túneles excavados en la tierra donde se alimentan de los jugos de las raíces (1), hasta que les llega el momento de aparearse. Pero eso será tras haber pasado una larga temporada en la oscuridad, de dos a diecisiete años.
¿Y qué hay de los machos? Bueno, de momento se dedican a sus conciertos para marcar territorio y atraer a las hembras. El sonido que escuchamos en esas jornadas de estío es la estridulación, que no canto, pues las cigarras no cantan. Para entenderlo debemos tratar de ver una membrana del abdomen que roza con un saco de aire que hace las veces de caja de resonancia. Algo así como tocar el violín sobre la piel de un tambor.
Tal es el ímpetu con el que interpretan su partitura, que algunos machos mueren en plena actuación. En todo caso, sea macho o hembra, podemos considerar un éxito si logramos descubrir el emplazamiento de uno de estos insectos en la corteza de un árbol, un reto casi imposible de superar si la cigarra ha decidido percharse en una rama.
Ajenas a la algarabía, allá van las hormigas, un ejército de pequeños insectos previsores, callados, laboriosos, tratando de llenar la despensa. Y las plantas se protegen del calor y la escasez de agua. Hojas coriáceas, espinosas, dotadas de intensos aromas, pringosas, enceradas, pilosas. Qué bien nos iría aprender de ellas y evitar el consumo innecesario de agua. De las hormigas podríamos aprender su estrategia de guardar para cuando no haya. No lamentarse cuando faltan los recursos, sino saber controlarse cuando los tenemos. Esto es la ética de la contención. Consumir lo necesario, no más. Hacer lo contrario no es coherente con la manida idea de que somos la especie que mejor ha sabido adaptarse a los entornos más diversos.
Llega la noche y desaparecen los rigores de la canícula. El paseo por el campo se torna agradable, y otro concierto se abre paso en nuestros oídos. Tampoco cantan estos intérpretes, los grillos, pues utilizan similar estrategia que las cigarras, frotando una pata contra el ala (2). Y aunque parezca que se han puesto todos de acuerdo, el grillo es un espíritu libre, solitario, huraño. El macho se coloca en la entrada de su madriguera y lanza su reclamo para atraer a las hembras (1). Pero es muy agresivo con los machos y no permite que otro perturbe su melodía. Dado el caso, se buscan, se encuentran y se lían.
Habría que preguntarse quién dirige la orquesta en ambos casos, y la única explicación que se nos ocurre es que se trate del calor. Algunos experimentos y, especialmente, la sabiduría popular (2), nos descubren la manera de saber a qué temperatura nos encontramos en el concierto de grillos. Según parece, el calor hace que el sonido se acelere y refuerce, pero el frío lo ralentiza. Calcular la temperatura ambiental es así de sencillo: elegimos un grillo concertista, contamos el número de notas que emite en un minuto, se divide la cifra por cinco y al resultado se le resta nueve. Tal vez esta misma noche quieras hacer una prueba.
(1) Allo Hernández, J. (2011). Un safari en el jardín. Guía del naturalista aficionado, inexperto y sin medios. Tundra, Valencia.
(2) Gallego, J.L. (2018). Disfrutar en la naturaleza. Alianza, Madrid.