Esta web utiliza cookies, puedes ver nuestra política de cookies, aquí Si continuas navegando estás aceptándola

Blog

Entre el cielo y la espesura

Estación de escucha

 

Las pequeñas aves forestales se proponen como oradoras poderosas, un regalo que late y espera oculto en el bosque a quien tenga la intención de escuchar. No se ven, pero ahí están, observando. Si prestamos atención, tal vez logremos percibir un leve movimiento de ramas y, con un poco de suerte, hasta llegaremos a identificar a estos concertinos de la espesura. Parece prudente realizar una breve parada y, más adelante, seguir camino sin perturbar sus recitales.

Por allí anda el primero que llama nuestra atención. El zorzal se percha en lo alto de un pino o baja al suelo cuando comprueba que no hay peligro. Arriba despliega sus dotes canoras, desbordantes, potentes, arrebatadoras, aun a riesgo de desvelar su posición a algún depredador. Debe ser que merece la pena el riesgo. Abajo aprovecha las sombras del bosque o el reguero para coger caracoles y romper su concha protectora sobre una piedra. Arriba canta; abajo come. Se mueve entre el cielo y la tierra. Nada entre medias, salvo un merecido descanso en el nido.

 

 

El soto se llena de música y movimiento con la ampliación de la luz solar. Nuestras dotes de observación y, sobre todo, nuestra paciencia, se ponen a prueba una vez más. Pero resulta inconfundible el píleo negro de la curruca capirotada. De su canto dice John Burroughs (1) que es una melodía sonora y animada, pero en conjunto le parece tosca, sin una modulación pulida y elegante. Burroughs sostiene que hay otros pájaros que la superan en calidad musical, que la curruca canta con gran énfasis y fuerza, pero su trino es de plata, no de oro. No puedo compartir su opinión, primero porque me parece un error establecer comparaciones, pues ya sabemos que todas son odiosas. Y segundo porque el gorjeo de la curruca capirotada nos llega al oído con una armonía lúcida y clara, cautivadora y enormemente atractiva, poderosa y vigorizante.

 

 

Las sombras se alargan tanto que parecen escaparse de sus dueños. El cielo muestra su diversidad, desde el cálido fuego coqueteando con el horizonte hasta el frío azul desigual que se cierne sobre nosotros. Tras el interminable gris de días pasados, la inyección de color transmite la idea de que el invierno quedó atrás dejando paso a una ansiada primavera. Los cantiles rocosos delinean la antigua y paciente geología de la región. Nos hablan de cómo ancestrales sedimentos se fueron depositando en el fondo de lagunas y mares someros jurásicos, cómo se fueron aplastando, cómo a ellos se fueron incorporando restos de seres vivos, cómo esas aguas se fueron retirando para contemplar la lenta elevación de calizas blanqueadas, grisáceas, ocres, y cómo, finalmente, se dejaron acariciar por vientos y agua dulce para redondearlas y darles formas inverosímiles. Un arte que nunca ha llegado a ser igualado por la mano del hombre.

Llegamos a casa tarde, casi de noche. El camino va entrando poco a poco en los dominios de la oscuridad. La luna, oculta tras una densa capa de nubes, no extiende su manto de luz. Nuestra conversación se va apagando a medida que entramos en el jardín, donde el silencio pide la palabra sin alzar la voz. Un leve aleteo, seguido por un fugaz grito de alarma, tal vez de queja, nos recibe. Nuestro vecino el colirrojo tizón acaba de levantar el vuelo, pues, sin pretenderlo, hemos perturbado su descanso. Estaba posado en un cable sobre la puerta, al abrigo del porche, y ahora puede esperar observando hasta comprobar que desaparece la agitación que hemos provocado. Pensamos que no tardará en regresar a su posadero. Aquí lo escuchamos en pleno diálogo con un mirlo común:

 

 

La vida del colirrojo se desarrolla en convivencia con el hombre. Se ve que nuestras culturas se superponen desde que el pájaro decidió renunciar a sus roquedos originarios para frecuentar las piedras de nuestros tapiales, los edificios abandonados, los aleros de nuestras casas o las cajas nido que iba encontrando. Cuando se deja ver a plena luz del día, algo que hace con frecuencia y sin pudor, llaman la atención el continuo y rápido movimiento de su cola, especialmente si se siente amenazado, y las breves flexiones de sus patas para subir y bajar el cuerpo. Sin embargo, esta osadía es aparente, ya que huye al menor movimiento extraño. El vuelo es potente, veloz, casi siempre persiguiendo incautos insectos a los que atrapa con facilidad. Es agradable acechar al colirrojo desde el otro lado de la ventana, cuando no advierte nuestra presencia. O eso pensamos. Hay una triste belleza en la soledad del nido que tenemos en la parte posterior de la casa, que algún colirrojo tejió con esmero hace dos primaveras.

 

(1) Burroughs, J. (2018). El arte de ver las cosas. Errata Naturae, Madrid.