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Perturbaciones
Me encuentro en un lugar ubicado en lo que creo que es un espacio silvestre. Un arroyo, matorrales dispersos, denso pinar, paredes calizas y mucha serenidad perfilan el paisaje sonoro que trato de captar. Me he propuesto hacer unas grabaciones del entorno en una suerte de safari melódico en el que aún me queda mucho por aprender. Es la escucha una de las actividades más gratificantes que podemos practicar en el medio natural. Sin necesidad de ser una postal idílica, tengo la impresión de que este espacio está dotado de la quietud natural más asombrosa, hasta que algo viene a perturbar el bucólico instante. Es un grupo de personas que se acerca hablando —se diría más bien alborotando, aunque me vienen a la mente otros gerundios más apropiados—, provocando indeseables turbulencias que alejan cualquier hipotético Edén a años luz de distancia. Se escuchan claramente, y todo hace pensar que están cerca de mi posición, pero, en realidad, aún deben recorrer varias decenas de metros para llegar. El caso es que han roto la magia del momento y esto me obliga a esperar unos minutos, si no a intentarlo otro día.
La experiencia, por desgracia, se repite con demasiada frecuencia. Probablemente alguien me lo haya leído antes, pero lo diré una vez más: somos una especie temerosa del silencio y nos gusta sentir que no estamos solos. El silencio también forma parte del paisaje sonoro, aunque, en realidad, siempre se escuche algo. La Naturaleza nos habla, pero no la entendemos porque no la escuchamos. Sin embargo, nos encanta escucharnos a nosotros mismos y por esta razón necesitamos hacer ruido, hablar, usar el móvil en los espacios más encantadores. En la famosa carta que el jefe indio Seattle de la tribu Suwamish envió en 1855 al presidente de los Estados Unidos Franklin Pierce dice que “el ruido no sirve más que para insultar a los oídos”. El problema es que lo que para unos puede ser una agresión, para otros puede suponer una circunstancia pasajera sin mayor trascendencia. Seguro que mucha gente podrá sentirse cómoda en medio de esta aglomeración humana; otros, no tanto.
El ruido podría definirse como un sonido molesto, irritante, perturbador y, a veces, dañino para el oído. Claro que también puede decirse que el ruido es el sonido deseado por una persona determinada en un momento dado, porque lo fundamental que hace que un sonido sea considerado ruido es la reacción psicológica de la persona que lo percibe. Un concierto de heavy metal me pone de los nervios, cuando para otros resulta ser una melodía relajante. Lo que para alguien es basura sonora o desperdicios malsonantes, será calificado como delicatessen auditiva por otro perceptor. La edad, el sexo, el nivel cultural, el tamaño de la familia, el estado de ánimo, el interés por la operación que produce el ruido, etc. son algunos de los factores dependientes del individuo que pueden influir en la reacción ante un sonido determinado. O sea, que definir el ruido puede ser tan complicado como explicar la teoría de la relatividad.
Lo que me parece incuestionable es que la mayor parte de los ruidos tienen marca homo. Nos recuerda Bernie Krause (1) que los paisajes sonoros del mundo están formados por tres tipos de sonidos: biofonía (producidos por animales), geofonía (provenientes de elementos naturales y geoatmosféricos) y antropofonía (producidos por la actividad humana). Krause señala que, a su vez, la antropofonía abarca cuatro tipos básicos de sonidos:
- Electromecánicos: los que producen nuestros medios de transporte y las estridentes herramientas de trabajo; en este grupo se incluyen, además, los equipos de sonido, los móviles, las televisiones y otras tecnologías.
- Fisiológicos: los que producimos al toser, estornudar o hablar, que suelen ser más suaves.
- Controlados: es el caso de la música grabada o en directo, el teatro o el cine, que, con un poco de sentido común, podemos gestionar para evitar conflictos.
- Fortuitos: los generados por nuestras pisadas o el roce de la ropa, por ejemplo, también controlables a voluntad.
Como podemos comprender, estos grupos de sonidos van de mayor a menor nivel de perturbación. Es posible que muchos sonidos fortuitos no alcancen a distorsionar los englobados en la biofonía o la geofonía. Difícilmente mis pasos podrán perturbar las señales emitidas por un ruiseñor o el murmullo del agua en el arroyo, pero el motor de un quad en el camino o las voces de un grupo de personas sí son capaces de arruinar una parada que hagamos con el fin de escuchar la armonía natural.
Eso fue lo que me ocurrió aquella jornada de grabación. Tras esperar largos minutos a que pasara la barahúnda humana, finalmente logré concluir mi estación de escucha, aunque eso me costara unos momentos de fastidio y desconcierto. Este desequilibrio emocional se podría evitar si fuéramos conscientes de la importancia de no perturbar la serenidad de todo paisaje sonoro, especialmente en el medio natural.
(1) Krause, B. (2021). La gran orquesta animal. Kalandraka, Pontevedra.