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Los santos inocentes (y 2)
No hay solución para el abandono del campo porque los gobernantes, incluso en los propios pueblos, están demasiado lejos de la realidad, solo viven su realidad. Pero a todos les viene bien utilizar a su menguante población con fines electorales para luego seguir ignorándola. Sí, casi todos los pueblos cuentan con un frontón para los jóvenes que se fueron y donde podrían reunirse sin problemas de espacio los habitantes de una comarca, y columpios para niños que se llevaron, que acaso haya que engrasar algún día no vaya a ser que vengan en verano.
Los paisajes abandonados permanecen poco más que como bucólicos escaparates de la vida tranquila y lenta. Parece que no haya problemas en los pequeños pueblos del interior olvidado. La gente de la ciudad llega al campo para pasear por calles solitarias, donde apenas se ve algún viejo al sol o se mueve furtivamente un visillo amparando la curiosidad. Y mientras siguen pensando en la ciudad, hablando de la ciudad, viviendo mentalmente en la ciudad, consultando su agenda y dependiendo del móvil, los niños corretean despreocupados, observan cómo picotean las gallinas o tocan temerosos al paciente burro, descubriendo con sorpresa que la leche o los huevos no vienen realmente de la nevera. Pero nadie entiende al pueblo y mucho menos a sus habitantes. No se lleva eso que podríamos llamar “empatía rural”. Cuando Joaquín Araújo se esfuerza por contarnos la ecología con sencillez, nos recuerda que “vivimos una apoteosis del monólogo, de los egocentrismos excluyentes y radicales, que rechazan con violencia todo lo que no sea lo más parecido a nosotros mismos. Eso propicia no solo la extinción de los paisajes y sus especies vivas, sino también de culturas humanas con sus tradiciones, sus lenguas y sus religiones.”
Y la gente del pueblo no se siente comprendida, sino más bien como un menchajo, algo despreciable, cuando lo único que desea es que la traten de igual a igual. De alguna forma, el tiempo de los santos inocentes no ha terminado de pasar. Ir al pueblo es algo más que todo eso. Lejos de mostrar una superioridad que no tiene, el visitante tendría que demostrar que no es un sabirundio, un sabihondo, sino patear el pueblo y mezclarse con su gente, rebozarse en su sabiduría de la vida, dejarse ilustrar por añejos conocimientos. Y caso de quedarse, saberse integrar, compartir dificultades, arrimar el hombro en la búsqueda de soluciones a sus problemas, acercarse a su más que probable origen rural, no contribuir más al abandono del campo. Que ser urbanita no debe ser necesariamente pueblófobo.
Sergio del Molino trata de dejar patente (1) que los habitantes de esta tierra ignorada quieren ser protagonistas de su propia historia, contarse y no ser contados, proponer y no que les propongan, ser tratados con dignidad, ser dueños de su destino y no que otros se adueñen de ellos. No pretenden ser rescatados de su ignorancia, pues no son ignorantes. En todo caso, bien podrían salvar a otros de su cortedad mental. Decía Unamuno que, para conocer un pueblo, no basta conocer lo que dice y hace su gente, “es menester también conocer su cuerpo, su suelo, su tierra”. Esta tierra exótica, atávica, cuajada de ruinas, de extrañas palabras y rústicos silencios, de tradiciones ávidas por no perderse, de pasados prometedores si son bien gestionados, no merece quedar oculta en algún recóndito retiro de nuestra memoria, sino que demos la cara. Ya se lamentaba Francisco Giner de los Ríos: “¡El día que España esté a la altura de su paisaje…!” Llanuras repletas de profundos silencios, montes deforestados, negros, casas que se caen sin que nadie las repare, viejos que se deslizan por calles solitarias en un ambiente decadente… ¿Es esta la imagen que buscamos al llegar al pueblo? Acaso Félix Rodríguez de la Fuente acertó a señalar cómo “un animal arrancado de su paisaje es una triste y desterrada criatura sin misión alguna que cumplir. El paisaje sin sus animales es un paisaje muerto”. Pues algo así sucede con las personas. ¿O es que las gentes del mundo rural no forman parte de su ecosistema?
No es suficiente halagar la autoestima de la gente que se siente marginada y despreciada, o ensalzar todo lo tradicional, de sabor ancestral. Eso está bien para quienes se preocupan de las estimaciones electorales. Hace falta abrir el camino para que el pueblo se adapte a los tiempos, porque disponer de todas las comodidades del siglo XXI no ha de estar reñido con la perpetuación de las tradiciones y la cultura popular rural. Que una vivienda ofrezca un aspecto de construcción típica —y es indiferente la comarca en que nos encontremos—, no es obstáculo para que su interior posea la apariencia de modernidad que sus moradores desean. Los visitantes seguirán llegando para sumergirse en los encantos del mundo rural, para consumir pasado a la vez que aportan recursos económicos con los que favorecer la supervivencia del campo y frenar su abandono, “lo más triste y terrible”, según el clamor de Azorín en La ruta de don Quijote. Los gobernantes, a cambio, deben asumir su responsabilidad, mantener unos servicios públicos indispensables, una conexión a internet que no nos haga pensar que los habitantes del pueblo solo pueden andar despacio mientras en la ciudad corren al ritmo de los tiempos. El campo no quiere ser engañado con parques temáticos, grandes complejos empresariales o de juego, lujosas urbanizaciones o magníficas playas artificiales en medio del secarral. El campo solo quiere que lo tratemos con decencia, con seriedad.
Sergio del Molino señala al final de su libro que “caminamos por la España vacía como si estuviera en llamas o hubiera ardido hace poco. Esas cenizas y esos cascotes contienen siglos de desprecio y odio”. Sus personajes han servido para amenizar el ocio de muchos por medio de parodias, chistes y caricaturas. Nos acercamos a esa España para practicar un mal llamado turismo rural y la contemplamos como algo extraño, lejano, cuando deberíamos hacerlo con el respeto que se merece, como algo que debería permanecer vivo en el tiempo, algo que se resiste a ser declarado solariego, ancestral. Solo tenemos que darnos cuenta y actuar.
(1) del Molino, S. (2017). La España vacía. Turner. Madrid