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A favor de la ética animal
Aun admitiendo que la demostración científica de determinados sentimientos deba esperar todavía algunos años, no es menos cierto que hay serios indicios de su existencia en animales. En todo caso, ¿por qué nos obstinamos en negar tal eventualidad? ¿Por qué no concedemos el beneficio de la duda antes de juzgar? ¿No se evitarían así numerosos y sonados maltratos a los animales? ¿Realmente podemos negar que un toro sienta dolor cuando se le clava un estoque? ¿Podemos sostener tranquilamente que un cangrejo no siente nada cuando se le introduce en una olla de agua hirviendo? El rabo de toro o el cangrejo en salsa están deliciosos, pero cuando los consumimos apenas nos paramos a pensar en si sufrieron al morir.
Uno de los temas que Wohlleben (1) aborda en sus escritos es el de la mentira, terreno en el que una buena parte de nuestra especie se desenvuelve con sobrada soltura. Se pregunta si los animales mienten y no tarda en responder afirmativamente, exponiendo claros ejemplos. Seguramente todos podríamos citar casos en los que el engaño animal está a la orden del día. Como el del corzo, que “ladra” para amedrentar a un posible depredador. O el de mamá perdiz, que corretea alejándose del escondite de sus polluelos haciendo creer al más pintado que está herida. O el del cuco, que pone sus huevos en nido ajeno para que otros asuman labores de crianza que no les corresponden. Bien mirado, este tipo de engaño tiene más que ver con la corrupción —donde el mismísimo Maquiavelo y algunos políticos podrían pasar por monjitas de la caridad—.
Carricero común alimentando a una cría de cuco
Peter Wohlleben está convencido de que, en cuestión de sentimientos, pueden buscarse analogías entre los animales, que considera sus “semejantes”, y el ser humano. Cuenta con que haya quien considere que tal comparación es poco científica, algo soñadora y hasta esotérica. Él pronto recuerda: el ser humano también es un animal. No se trata de humanizar a los animales —tal vez saldrían perdiendo—, sino de entenderlos mejor, comprender que no son criaturas tan estúpidas que se hayan quedado atrás en la carrera de la evolución. Este reconocimiento nos debería permitir un mayor respeto por ellos, y no pensar que eso pueda significar la pérdida del privilegiado estatus que nos hemos adjudicado.
El valor, el deseo, el dolor por la pérdida del ser querido, el altruismo, la búsqueda de la comodidad… Son todos atributos que hemos asignado a nuestra especie con cierta ligereza. Pero no poseemos la exclusividad. No siempre la especie humana realiza las buenas acciones, como tampoco la naturaleza es culpable de los errores. Nuestro origen demuestra que existe una fuerte relación entre la conducta animal, especialmente de los primates y otras especies como los elefantes y los delfines, y la humana. No somos únicos en lo que respecta a tener una ética que nos distinga de las demás criaturas animales. Los conceptos del bien y del mal no son sino una invención del hombre (2), pero si hemos de hablar de bondad y maldad, tal vez debamos admitir que los animales también saben engañar, hacer trampas o buscar el beneficio propio a costa de otros, como el hombre, y saben cooperar y ser altruistas como nosotros, aunque parece que no nos vendría mal un cierto esfuerzo de mejora.
En El origen del hombre y la selección en relación con el sexo, Darwin ya señalaba que muchos animales sienten compasión ante la aflicción o el peligro de otros, y es probable que esto tenga su origen en el cuidado de la prole, al tratarse de individuos vulnerables. No significa esto que haya que cuestionarse si los animales comprenden la diferencia entre el bien y el mal, sino si son conscientes de actuar esperando algo a cambio o con intención de hacer daño, si son capaces de aplicar unas normas, sociales, si saben resolver conflictos, si sienten empatía… Esto es lo que creía Darwin, que la evolución desembocó en una moralidad animal pasando previamente por una fase de instintos sociales (3). Para entenderlo gráficamente, piense el lector en cómo es como persona, y que su forma de ser no es exactamente igual que la de sus padres, aunque una parte de su ética le ha sido transferida. De igual modo, piense que aún le quedan restos de la forma de ser de sus abuelos y demás ascendientes, de manera que su ser como persona es la suma y consecuencia de múltiples aportaciones de sus antepasados, por más que no alcancemos a identificar tales rastros de comportamiento ético. En cada uno de nosotros podemos encontrar uno o varios rasgos de nuestros antecesores.
Tal vez el problema para admitir la propuesta de Darwin resida en un exacerbado antropomorfismo que nos impide ver ciertas manifestaciones morales en algunas especies animales. De lo contrario, no es fácil comprender las razones por las que un individuo advierte a sus congéneres de la existencia de un peligro, o por las que informa sobre dónde hay comida o agua, o por las que ayuda a otros miembros de la manada que lo necesitan. Cabría preguntar a quienes no ven tales comportamientos éticos si los consideran patrimonio exclusivo de la especie humana y, en tal caso, por qué el egoísmo está ganando la carrera al altruismo y la empatía.
(1) Wohlleben, P. (2017). La vida interior de los animales. Obelisco, Barcelona.
(2) Rojas Marcos, L. (1995). Las semillas de la violencia, Espasa Calpe, Madrid.
(3) de Waal, F. (2007). Primates y filósofos: la evolución de la moral del simio al hombre. Paidós Ibérica, Barcelona.