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Belicosidad apasionada (y 2)

Etología

Según sostiene Erich Fromm (4), “el hombre es el único mamífero sádico y que mata en gran escala”. No saca a relucir su agresividad por la supervivencia, sino por remarcar su supremacía. Nikolaas Tinbergen (5) nos recuerda que “a menudo se considera la agresión —y desde el punto de vista del gobierno de los asuntos humanos con toda justicia— como un rasgo antisocial, destructivo. Pero en los animales el problema es muy complejo. La agresión (de tipos muy diferentes) está profundamente enraizada en muchos de ellos. Existen también indicios de que en muchas especies no es un rasgo aprendido, sino «innato», en el sentido de que se desarrolla normalmente en animales que han crecido sin ninguna oportunidad de aprenderla en cualquiera de las formas convencionales”.

Duelo a garrotazos, Francisco de Goya

 

La violencia sin sentido forma parte de la existencia humana y se pone en práctica por tradición o por desmoronamiento de los valores culturales. ¿No es eso lo que vemos en estos tiempos? Rojas Marcos (1) distingue este comportamiento en el hombre del que existe entre los animales: mientras éstos se muestran violentos para sobrevivir y matan, en general, de forma rápida, indolora y efectiva, la violencia del ser humano es ofensiva, no responde normalmente a la necesidad de autodefensa y, lo que es peor, goza con el sufrimiento ajeno prolongando la agonía de sus víctimas indefensas. Esto es algo en lo que también insiste Tinbergen: “la agresión en las especies animales rara vez conduce a una muerte real o siquiera al daño físico”. En la naturaleza no existen el bien y el mal, sólo existe la necesidad, que se traduce en hambre, procreación, refugio, etc. El bien y el mal son conceptos que han surgido de la ambigüedad humana. Y es que seguimos obcecados en contemplar nuestro entorno desde el punto de vista antropocéntrico.

El germen de esta conducta guerrera fue sembrado en el comienzo del Neolítico. Hasta entonces, el hombre cazador-recolector luchaba contra sus semejantes por un territorio y las piezas de caza que en él vivían. Fromm (4) señala que “los cazadores y agricultores prehistóricos no tuvieron oportunidad de formarse un ansia apasionada de poseer ni envidia de los que tenían algo, porque no había propiedad privada a que aferrarse ni diferencias económicas importantes que fueran causa de envidia. Por el contrario, su modo de vida conducía al desarrollo de la cooperación y a la vida pacífica. No había base para la aparición del deseo de explotar a otros seres humanos”. Pero el nacimiento de la agricultura se tradujo, con el tiempo, en una explosión demográfica, en avances tecnológicos, la mejora de la organización política y otros elementos de poder, la propiedad privada y la necesidad de protegerla y, finalmente, la introducción de la guerra organizada, cada vez más destructiva y extensa, que a menudo provocó matanzas masivas y la destrucción de cosechas, animales, aldeas y ciudades. El propio filósofo alemán nos recuerda que “los hombres más primitivos son los menos guerreros, y que la belicosidad aumenta a medida que aumenta la civilización”. ¿Tal vez podría afirmarse que la llamada civilización es directamente proporcional a su grado de agresividad?

Guernica, Pablo Picasso

 

Lamento transmitir la idea de que los humanos somos realmente violentos, que somos enemigos naturales unos de otros, aunque solo sea un reducido grupo el cincelado por el egoísmo y la agresividad, que el gen pendenciero se impone con fuerza sobre el gen altruista. Vaya desde aquí mi reconocimiento a todas aquellas personas que se la juegan día a día por el beneficio de sus semejantes. No sería justo dejar de ver que la mayoría no es así, a pesar de que la minoría haga tanto daño. Rojas Marcos afirma que “la prueba fehaciente de que la gran mayoría de hombres y mujeres somos benevolentes es que perduramos. Si fuéramos por naturaleza crueles y egoístas, la humanidad no hubiera podido sobrevivir”. Sin embargo, se apodera de mí la impresión de que la conducta agresiva del ser humano se extiende peligrosamente desde edades tempranas, cada vez más tempranas, y lo estamos viendo con tal naturalidad que apenas nos alarma. Tal vez convendría analizar seriamente la recomendación hecha por Eduardo Punset en su obra Excusas para no pensar: “la mejor opción para recortar los índices de violencia de las sociedades del futuro es la introducción del aprendizaje social y emocional en la más tierna infancia. Ocuparnos de aprender a gestionar algo de lo que no nos habíamos ocupado nunca: nuestras emociones básicas y universales.” Pero la agresividad, lo mismo que la ternura o la empatía, no es instintiva, sino que se adquiere por aprendizaje. Es posible que Arsuaga y Martínez (2) tomaran nota de esta afirmación cuando escribieron “no hay nada mejor para acabar con la agresión que la educación para la convivencia basada en el conocimiento mutuo; así es como el extraño (por extranjero o por diferente) deja de producir miedo o ira, y se rompe la igualdad extraño = enemigo”.

Bueno, nos queda mucho por aprender.

 

(1) ROJAS MARCOS, Luis: Las semillas de la violencia, Espasa Calpe, Madrid, 1995

(2) ARSUAGA, Juan Luis y MARTÍNEZ, Ignacio: Amalur. Del átomo a la mente, Temas de hoy, Madrid, 2008

(3) LORENZ, Konrad: Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros, Tusquets, Barcelona, 1999

(4) FROMM, Erich: Anatomía de la destructividad humana, Siglo XXI de España Editores, 4ª edición, Madrid, 1982

(5) TINBERGEN, N.: Estudios de etología, Alianza Editorial, Madrid, 1979