Blog
Capacidad de cambiar las cosas
Una joven está hecha un lío, como tantos jóvenes, porque, tal como están las cosas, no sabe si estudiar, bailar o trabajar. Animada por su tío se propone realizar un viaje a África para conocer el origen de las civilizaciones de la mano de un experimentado arqueólogo, de esos que aún llevan salacot. En un momento del viaje el famoso arqueólogo dice a la joven: “Una cosa importante hay que saber en la vida: los humanos podemos cambiar las cosas; los animales no”. El célebre arqueólogo es Eudald Carbonell, y se refiere con su frase a la capacidad de nuestra especie de cambiar su historia, de construirla. Pero ¿acaso los animales carecen de habilidades para modificar sus estrategias vitales o su entorno? Quizá no seamos tan exclusivos como creemos. Trataremos de profundizar en esta cuestión con el permiso y los debidos respetos al profesor Carbonell.
Estamos aquí como resultado de la selección natural, de variaciones que han permanecido por ser favorables y otras que se han dejado en el camino por ser desfavorables. Uno de los aspectos que distinguen al ser humano de los animales es su razonamiento —del primero—, aunque con frecuencia sea difícil creerlo. Parte de la culpa de que el hombre pueda cambiar las cosas está en el dedo pulgar de sus manos, una de esas variaciones favorables. El hecho de que sea oponible al resto de dedos ha llevado a nuestra especie a manipular los objetos hasta el punto de dar origen a la tecnología. Eso les permitió fabricar herramientas o construir su vivienda. Pero ¿es que algunos animales no convierten un sencillo palo en una herramienta para conseguir alimento? ¿O no pueden construir su habitáculo con más o menos ingenio?
Antes de eso llegaron las capacidades sociales, la posibilidad de formar grupos, de repartir el trabajo, de entenderse por medio del lenguaje. Y eso gracias a un cerebro que creció más que el de otros ancestros que se extinguieron. La facultad de hablar es única en el ser humano, lo que no significa que los animales no posean la cualidad de comunicarse, como señala el biólogo Stephen Hart (1), en el prólogo de cuyo libro nos recuerda el etólogo Frans de Waal que “si el lenguaje nos separa del reino animal, la comunicación no verbal nos conecta con él”. Humanos y primates comparten una amplia gama de gestos y expresiones faciales que nos hacen más cercanos si cabe. Pero otras especies, desde insectos hasta otros mamíferos, disponen de una elaborada comunicación y no siempre fácil de interpretar por nosotros. Y resulta igualmente vital para su supervivencia.
Si la cosa va de cambiar el entorno, el ser humano se sitúa en cabeza. Claro, construye embalses que hacen desaparecer pueblos y valles enteros, modificando de paso el clima local. El castor se las ingenia para represar ríos y almacenar agua para sobrevivir, al tiempo que incrementa la biodiversidad del entorno. El hombre deforesta bosques provocando erosión y creando elaborados desiertos. Los animales expanden las semillas de los frutos que comen, aumentando la abundancia y diversidad vegetal. El hombre consume recursos energéticos no renovables, emitiendo gases que calientan el planeta de modo irreversible. Los animales, como el hombre, son heterótrofos, se alimentan de otras formas de vida, y si hay escasez de recursos, reducen su ritmo reproductor, pero no arrasan el entorno. El ser humano practica con desparpajo la sobreexplotación por medio de la caza y la pesca disminuyendo poblaciones de animales hasta la extinción; los animales consumen plantas o cazan a otros animales teniendo en cuenta los recursos existentes, y algunos asumen una impagable misión de limpieza del entorno. La lista de acciones que sirven para cambiar las cosas es interminable, en un sentido o en otro.
No conviene perder de vista el papel que desempeñan las especies sobre el entorno cuando dejan de ocuparlo. Imaginemos un monte donde desaparecen los lobos. ¿Cómo afecta este cambio a la población de cérvidos, por ejemplo? Evidentemente, crece, hasta el punto de reducir la cobertura vegetal del monte. Los cérvidos, entonces, deben buscar otros nichos ecológicos o modificar sus hábitos reproductores o ambas cosas. Es lo que los ecólogos llaman efectos en cascada (2), situación que puede revertirse mediante la reintroducción del lobo hasta lograr la recuperación del equilibrio natural.
Y si relacionamos la superpoblación con los cambios en el entorno… Konrad Lorenz () se pregunta “¿para qué le sirve a la humanidad su multiplicación desmedida, su espíritu de competencia que se acrecienta sin límite hasta rayar en lo demencial, el incremento del rearme, cada vez más horripilante, la progresiva enervación del hombre apresado por un urbanismo absorbente, y así sucesivamente?”. Todo esto es lo que Lorenz llama perturbaciones patológicas, y está por ver que los animales posean tal capacidad.
Pero no cabe la menor duda, hay algo que solo puede hacer el hombre y no los animales, algo que nuestra especie ha logrado en los últimos momentos de su historia evolutiva: el ser humano se ha apropiado del entorno, lo ha hecho suyo y no le han dolido prendas en dejarlo hecho añicos. El ser humano cree erróneamente que la Naturaleza es inagotable, y explota sus recursos sin control, en lugar de adaptarse a su entorno como sí hace el resto de especies vivas. Ninguna de ellas perjudica a las demás y el número de descendientes se ajusta a la disponibilidad de los recursos. La competencia por ellos puede desplazar a unas especies o incluso acabar con ellas, pero no como consecuencia de un exterminio provocado de forma intencionada, como sí hace el ser humano. La delimitación de territorios sirve, entre otras cosas, para evitar una competencia desigual y mantener el equilibrio del ecosistema.
Por muy racional que sea el hombre, la prisa y el mercado no permiten hacer una parada al objeto de analizar la situación y reflexionar sobre las consecuencias antes de obrar. Como señala Lorenz, “la humanidad civilizada se encamina por sí sola hacia su ruina ecológica mientras asola, con obcecación y vandalismo, la Naturaleza que le circunda y nutre. Tal vez reconozca sus errores cuando sienta por vez primera las secuelas económicas de tal actitud, pero entonces probablemente será demasiado tarde”. El despiadado interés por no ser desbancado de su privilegiado y autoconcedido estatus de especie elegida, hace que las actuaciones del ser humano sean cualquier cosa, menos inofensivas. El efecto que esto provoca es la falta de reflexión acerca de los negativos efectos de esa capacidad de cambiar las cosas.
Sí, como dice el doctor Carbonell, el hombre puede provocar cambios, puede construir su historia, pero ¿qué será de la especie humana si no es capaz de plantearse con seriedad su futuro? De no hacerlo, sus posibilidades de seguir adelante se reducen, al tiempo que otras formas vitales continuarán cambiando las cosas.
(1) Hart, S. (2013). El lenguaje de los animales. Alianza Editorial, Madrid
(2) Tellería, J.L. (2012). Introducción a la conservación de las especies. Tundra, Valencia
(3) Lorenz, K. (2011). Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada. RBA Ediciones, Barcelona