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Competencia y elección
Descubrimos hace tiempo que las aves no son insensibles en modo alguno a las formas, texturas, dureza o temple de los objetos. Y que la capacidad para percibir tales sensaciones reside en el pico, ya sea en su parte interna como en el exterior. Así nos lo dijo el ornitólogo Tim Birkhead (1), que añadía un curioso detalle más: el sentido del tacto está altamente desarrollado en el área genital. ¿Tal vez podríamos deducir que las aves están perfectamente dotadas para sentir placer en el momento de la cópula? Otra cosa es que sean capaces de mantener la misma pareja de por vida o de arrimarse al sol que más calienta. Nos preguntamos cómo se comportan las aves y otras clases de animales en lo que se refiere a sus relaciones de pareja, y lo hacemos siguiendo, una vez más, la estela de Birkhead (2), que escribe sobre la promiscuidad entre los animales, en concreto de las hembras.
Visto desde la óptica humana —y esperamos no caer en el antropomorfismo—, no parece menor este detalle y podría resultar tendencioso hablar de promiscuidad femenina. ¿Acaso los machos no se aparean con varias hembras para propagar su carga genética? ¿Qué objetivo puede buscar una hembra al copular con varios machos? ¿Ellas son mudables e infieles y ellos no? El beneficio se encuentra, al parecer, en la propia competencia entre los espermatozoides de varios machos para fecundar los óvulos de una misma hembra. Esta competencia explica el hecho de que haya especies que copulan docenas de veces al día, mientras otras lo hacen el mismo número de veces a lo largo de su vida. Explica también por qué algunos machos pretenden robar la pareja a otros y por qué algunas hembras están dispuestas a ser robadas.
Pero ahí no queda la cosa. Tras descubrirse la competencia entre espermatozoides, se conoció la capacidad de las hembras de elegir qué espermatozoides debían fecundar sus óvulos tras copular con varios machos. Si esto se llega a demostrar científicamente, la selección del sexo de un bebé humano se va a quedar en un juego de niños. Parece claro, por tanto, que la hembra tiene el control total de la fecundación. Ambas circunstancias —la competencia entre espermatozoides y su elección por las hembras— ya fueron avanzadas por Charles Darwin cuando escribió sobre la selección sexual.
Tim Birkhead señala que la reproducción sexual no es una empresa cooperativa entre machos y hembras, sino un ejercicio en el que cada macho y cada hembra están dispuestos a maximizar sus propios beneficios y a minimizar sus costes, lo que no significa que, a veces, los intereses de ambos coincidan. Aquí reside la auténtica batalla “entre” los sexos, no “por” el sexo. Partiendo de la base de que ambos sexos son promiscuos —y seguimos haciendo referencia al mundo animal no humano—, su objetivo no es la búsqueda de placer, sino la reproducción. Para que esto funcione, los machos desarrollan ciertos atributos —plumas brillantes y de colores, barbas y melenas pobladas, cornamentas poderosas…— que tratan de aprovechar el sentido de la belleza de las hembras, que prefieren copular con machos atractivos. Estos procesos conforman lo que Darwin llamó selección sexual. A partir de ahí, el control de la fecundación por la hembra deriva del hecho de ser el sexo que más invierte en la cría de la prole. En general, el macho se limita a poner el semen, mientras que la hembra forma el huevo o alberga el feto en su seno durante un tiempo, y luego proporciona alimento y protección a las crías. De ahí que los machos deban competir para ser elegidos. El resultado es que la hembra produce descendientes, pero no todos los machos pueden decir lo mismo. En algunas especies, sin embargo, el macho se compromete en la crianza, por lo que puede decirse que ambos sexos tienen una inversión reproductiva similar. Y en otras, los papeles se intercambian: el macho se encarga del cuidado de los vástagos. En estos casos son las hembras las que compiten por el favor del macho.
En cualquiera de los supuestos, algo sacan en claro ambos sexos: el macho, la seguridad de que, si no copula, nunca tendrá descendencia; si lo hace, al menos le quedará la incertidumbre. La hembra, por su parte, sabe que habrá descendencia, y con su elección aspira a incrementar su calidad genética. Cantidad o calidad, esa es la cuestión. El macho, tal como están las cosas, se ve obligado a vigilar a la hembra para que no tenga escarceos con otro. Solo así tendrá alguna garantía de ser el padre de las criaturas. Y de que nadie le ponga los cuernos.
(1) Birkhead, T. (2019). Los sentidos de las aves. Qué se siente al ser un pájaro. Capitán
Swing, Madrid.
(2) Birkhead, T. (2007). Promiscuidad. Laetoli, Pamplona.