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Encontrar el camino
Una pareja de abejorros ha practicado un agujero del tamaño de un guisante en la vieja viga que corona la entrada de la casa. El tiempo soleado y apacible nos ha permitido descubrirlo. Eso y el continuo zumbido que nos envuelve mientras tomamos el sol en el porche. No son agresivos estos abejorros, al contrario, valoramos su impagable trabajo polinizador, multiplicador de vidas. Y observamos con detenimiento y curiosidad sus evoluciones, yendo y viniendo, entrando y saliendo del agujero. Tal vez se encuentren en labores de crianza. Mientras tanto, nos preguntamos cómo son capaces de detectar sus diminutos paquetes de energía en las flores que aún decoran el jardín y otros lugares más alejados, pero, sobre todo, nos asombra el modo en que luego, sin aparente esfuerzo, encuentran el camino de vuelta con increíble precisión.
Hace tiempo centramos la atención en la asombrosa manera que tienen algunas aves de orientarse en sus viajes por el mundo gracias al campo magnético terrestre. Vimos que se trataba de una especie de sexto sentido que les permitía recorrer miles de kilómetros sin escalas, siguiendo siempre las mismas rutas de ida y vuelta, haciendo frente a las cambiantes condiciones meteorológicas, siendo capaces incluso de encontrar el mismo nido que utilizaron el año anterior. Ahora, David Barrie (1) reaviva nuestra curiosidad preguntándose cómo se orientan y navegan otros animales, sin ayuda de mapas o brújula. Como veremos, las respuestas tienen bastante que ver con una cambiante relación con la naturaleza.
Fueron las bacterias los primeros seres vivos que aprendieron hace millones de años a servirse del campo magnético terrestre para orientarse, para encontrar las capas de agua más pobres en oxígeno donde viven. Los tritones heredaron esa capacidad para hallar el camino de vuelta hacia sus estanques a varios kilómetros de distancia. Pero las bacterias no tienen ojos, y la vista es el sentido que sirve a muchos animales para orientarse, incluida la especie humana. Otra cosa es el sentido de la orientación que tenemos, bastante mediocre en algunos casos. Tradicionalmente nos hemos valido de puntos de referencia, tanto en la tierra como en el cielo: un árbol más grande que otros, una montaña, unas rocas, las estrellas, la luna… Así lo hicieron diferentes culturas hasta la llegada de los mapas, la brújula o el GPS. Pues bien, al parecer, insectos como las hormigas, las avispas o las abejas también usan puntos de referencia tridimensionales para encontrar el nido o esa flor especialmente rica en néctar.
Y los abejorros, como ese que tenemos en la puerta de casa, pueden detectar campos eléctricos generados en torno a las flores, la misma información que les permite saber qué flores producen abundante néctar y cuáles no.
El uso de puntos de referencia es igualmente habitual entre esos animales que acostumbran a ocultar frutos del bosque en diferentes lugares. La memoria de arrendajos, ardillas y otros debe ser prodigiosa, aunque ya sabemos que no es perfecta, pues una parte de las semillas escondidas quedan en el olvido y llegan a germinar, lo que convierte a estas especies animales en fieles jardineros de nuestro entorno. Pues bien, involuntarios sembradores de vegetación toman nota de pequeños puntos de referencia situados alrededor de cada escondite, piedras, arbustos, árboles o cualquier objeto que, a ser posible, no esté sujeto a la acción del viento o las inclemencias del tiempo. Particularmente llamativo es el caso de las hormigas, que usan la posición del sol en el cielo para orientarse, algo que se añade a su capacidad para evaluar el movimiento de los objetos en su campo visual.
También las abejas tienen un buen colaborador en el sol cuando se trata de comunicar a los demás miembros de la colmena el emplazamiento de una fuente de polen: un vuelo vertical hacia arriba significa que deben volar en dirección al sol; si el vuelo es hacia abajo, tendrán que ir en sentido contrario. Hay especies que utilizan señales olfativas y táctiles para navegar, otras que se valen del campo magnético de la Tierra, y otras que son capaces de orientarse teniendo al cielo nocturno como referencia. Esto es algo que el hombre hizo durante siglos, aunque ahora “de forma lenta, pero segura, hemos cerrado las persianas de una ventana que en otro tiempo nos ofrecía una panorámica del universo”, como señala David Barrie para referirse a la contaminación lumínica, una amenaza para los animales que navegan guiados por las estrellas: solo pueden hacerlo si nada les impide verlas.
Un problema similar podrían tener los escarabajos peloteros. Como ya vimos en su momento, estos insectos utilizan excrementos de mamíferos para elaborar bolas casi perfectas y transportarlas rodando hasta el lugar elegido para su depósito. Y lo hacen trazando líneas increíblemente rectas. ¿Cómo lo consiguen? Orientándose con la luna. ¿Y qué pasa cuando hay luna nueva? Disponen de otro recurso astronómico igualmente valioso: la Vía Láctea, algo cuya existencia aún es ignorada por muchos humanos. Lo malo viene cuando el cielo se cubre con un tupido manto de nubes.
No siempre la visión de puntos de referencia en el suelo o en el firmamento es utilizada para la orientación. Algunas especies animales emplean el olfato para configurar una suerte de brújula de olor con el fin de encontrar pareja o el lugar de nacimiento propio donde dar inicio a nuevas vidas. Es el caso de algunos insectos como las mariposas cuyos machos son capaces de detectar en el aire aromas de hembra, aunque sería mejor hablar de feromonas. Y los salmones, tras pasar varios años en el mar, regresan a los ríos donde nacieron para reproducirse, hazaña que logran recibiendo la impronta olorosa de esos ríos. También las aves oceánicas —petreles, albatros, pardelas…— poseen órganos olfativos bien desarrollados que utilizan para buscar alimento, identificar pareja o localizar el nido.
Nosotros dependemos quizá demasiado del sentido de la vista, pero tal vez nos iría mejor en nuestros desplazamientos por el campo si aprendiésemos a utilizar otros sentidos como el oído o el olfato, por los que con excesivo ahínco demostramos tan poca estima.
(1) Barrie, D. (2020). Los viajes más increíbles. Crítica, Barcelona.