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Escuela natural

Etología

El ciervo camina despreocupado por la umbría, ramonea unas acículas, unos brotes tiernos de boj o recorta la ya escueta hierba en la pradera desde principios de invierno. De vez en cuando levanta la cabeza para otear el horizonte, no vaya a ser… El entorno le ofrece todavía una dieta variada, pero renuncia a modisquear un arbusto de hojas oscuras y sombrías que crece en la fronda. Cuando se aleja, el observador tiene ocasión de acercarse para comprobar que se trata de un tejo. Por su manual de botánica (1) sabe que es una planta muy venenosa que puede provocar la muerte, que todas sus partes son tóxicas excepto el arilo rojo que envuelve la semilla, que el ganado vacuno y cabrío es el más resistente a sus efectos, pero ni siquiera los pastores se atreven a utilizar la planta como forraje. La pregunta que asalta al observador es cómo estas dañinas cualidades han llegado a conocimiento del ciervo, qué hace que paste o ramonee la vegetación que tiene a su alcance excepto el tejo.

Tejo (Taxus baccata)

 

Como no se le ocurre plantearse la peregrina idea de que haya en la naturaleza una peculiar escuela para animales donde se les muestre el tipo de alimento que deben consumir, el observador decide echar mano de la literatura científica para desvelar el misterio. Recuerda Slater (2) cómo el fisiólogo ruso Iván Pavlov estudió los reflejos condicionados de los perros, demostrando que un estímulo puede desencadenar una respuesta del animal tras establecer una asociación. El experimento era bien sencillo: la comida que se muestra al perro le provoca salivación, pero el simple sonido de una campana no afecta a la salivación; ahora bien, si se le ofrece comida al tiempo que se hace sonar una campana, el perro termina asociando ambas cosas hasta el punto de que si suena la campana sin la presentación de alimento, el perro también produce abundante salivación. Pavlov concluyó que cualquiera de los estímulos —comida o campana— podía desencadenar la respuesta de salivación.

Esquema del experimento de Pavlov (Fuente: psicologiaymente.net)

 

Bueno, esto está muy bien, pero ¿qué hizo que el ciervo no comiera las hojas del tejo? Del experimento de Pavlov se derivaron teorías sobre el aprendizaje animal que resaltan el papel del medio y de la experiencia por encima del papel que juegan la genética y la herencia. ¿Significa esto que el ciervo aprendió a no comer el tejo por un mal encuentro con la planta? Difícil sostener esta afirmación si tenemos en cuenta las fatales consecuencias que puede tener ese encuentro. Entra en juego la disparidad de opiniones entre psicólogos y etólogos. Los primeros sugieren que los animales no están predispuestos hacia un determinado tipo de hechos que les conviene aprender frente a otros, pero sí son capaces de establecer ciertas asociaciones que les conducirán al aprendizaje, como el perro de Pavlov. El medio, mucho más que la herencia, es el principal determinante del comportamiento. ¿Será entonces que el ciervo ha sido testigo directo del malestar de un congénere al consumir hojas de tejo, lo cual le ha servido para aprender?

Los etólogos, por su parte, más interesados en comportamientos fijos como los rituales del cortejo, por ejemplo, que son comunes a todos los miembros de una especie, aseguran que el comportamiento es innato, pues muchas conductas se aprenden sin haber observado previamente acciones desarrolladas por otros animales o de su experiencia anterior en el entorno. Dicho de otro modo, no tuvieron oportunidades para el aprendizaje. O sea, ¿el ciervo reaccionó ante el tejo por ciencia infusa?

Al observador, que no es psicólogo ni etólogo, le viene a la memoria el caso que mostró Félix Rodríguez de la Fuente en uno de sus documentales sobre el alimoche, que él llamaba buitre sabio. Se sabe que esta ave es capaz de coger piedras con su pico para lanzarlas sobre un huevo de avestruz para partir la cáscara y comer su contenido. Pero ¿cómo ha aprendido tal estrategia? ¿Quién se la ha enseñado? Rodríguez de la Fuente tomó un polluelo y lo mantuvo aislado durante el tiempo que necesitó hasta hacerse adulto, momento en que lo plantó ante lo que parecía un huevo de avestruz pero que en realidad era un señuelo. El animal lo miraba por un lado y por otro, al tiempo que observaba un entorno lleno de piedras, pero sin saber qué hacer. Hasta que por fin cogió una piedra con el pico y la dejó caer sobre el huevo. Nadie le había enseñado a hacerlo y su primer ensayo fue un fracaso, pero siguió intentándolo hasta conseguirlo. ¿Demostraba esto que los etólogos tenían razón?

Conviene en todo caso evitar el riesgo de generalizar sobre si un determinado comportamiento es innato o heredado. Puede afirmarse, no obstante, que los genes interactúan con el medio para asegurar que las cosas son como son. Y esta interacción se mantiene aun en el caso de que se produzcan cambios en el ambiente. Por tanto, el comportamiento está condicionado por influencias ambientales y los genes del animal. Es más, la herencia posee un profundo impacto sobre el tipo de tareas que un animal es capaz de aprender para posteriormente realizarlas. Ambos campos están igualmente implicados en el desarrollo de la conducta. En el caso de nuestro ciervo, no debemos olvidar que es un animal que vive en grupo en el que cada individuo puede obtener información de los restantes, tal vez en los dormideros u otros lugares que actúan como centros de información o transmisión de lo que podríamos calificar como cultura animal. Los inexpertos jóvenes se benefician así de los conocimientos adquiridos por los avezados adultos.

El aprendizaje, afirma Slater, desempeña un importante papel en el comportamiento, como demuestran las aves cuando aprenden a cantar y a saber qué tipo de canto deben emitir en cada momento. Por su parte, el zoólogo holandés Nicolaas Tinbergen (3), uno de los padres de la etología junto a Konrad Lorenz, nos recuerda lo mucho que son capaces de aprender los animales, “pero es menos conocido el hecho de que gran parte de este aprendizaje dista mucho de ser un fenómeno pasivo. Muchos animales poseen una disposición activa para el aprendizaje; poseen pautas de conducta especiales cuya única función es crear la oportunidad para aprender ciertas cosas. Son «curiosos», o dicho en lenguaje biológico, se acercan a ciertos objetos, situaciones u otros animales, de tal manera que puedan obtener la máxima información sensorial procedente de ellos; en breve emprenden una exploración”.

Es decir, los animales aprenden en compañía de otros de su misma especie -algo que los humanos hemos dejado de hacer en determinadas circunstancias, y lo mismo podríamos decir respecto a su cada vez más escasa “disposición activa para el aprendizaje”-, lo que nos llevaría a concluir que difícilmente nuestro ciervo supiera que no debía comer tejo porque sí, sino por influencia social.

El observador, que no es psicólogo ni etólogo, pero conserva una curiosidad infinita, no desea que esta solución de consenso tenga la apariencia de querer satisfacer a unos y otros y se propone seguir investigando, no vaya a ser…

 

(1) LÓPEZ GONZÁLEZ, G.: Guía de árboles y arbustos de la Península Ibérica y Baleares, Mundi-Prensa, Madrid, 2004

(2) SLATER, P.J.B.: Introducción a la etología, Crítica, Barcelona, 1988

(3) TINBERGEN, N.: Estudios de etología, Alianza Editorial, Madrid, 1979