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Hacerse la corte
Bien, de antemano daremos por sentado que interesa eso de vivir juntos —asunto que pronto tendremos que abordar con mayor detenimiento—, que la vida social permite encontrar alimento con más facilidad, desarrollar estrategias de huida o defensa ante la presencia de un depredador, así como habilidades más eficaces en el momento de la caza, que los agrupamientos facilitan disponer de multitud de oportunidades para aprender de los demás —¿podría decirse que las sociedades animales son educadoras?— en una especie de altruismo beneficioso para la comunidad. Los herrerillos y los carboneros utilizan esta capacidad para localizar alimento, copiar destrezas para conseguirlo y transmitir la información de bandada a bandada (1). Y no necesitan redes sociales para eso, simplemente con su canto y sus movimientos. Sorprendente.
Pero, ¡ay, amigo!, llegado el momento de buscar pareja y perpetuar la especie parece producirse algo similar a una ruptura de relaciones diplomáticas. Y no nos precipitemos pensando que es el macho quien siempre lleva la iniciativa. A menudo son las hembras quienes asumen la responsabilidad de seleccionar con acierto al macho. Equivocarse supone perder toda la reproducción de un año, mientras que para el macho solo sería una pérdida de tiempo y volver a intentarlo al día siguiente (2). ¿Y en qué debe fijarse la hembra para acertar? Aparte del aspecto físico del pretendiente, lo que podría garantizar su calidad genética, ha de conceder cierta importancia a los recursos materiales que pueda recibir del macho.
Por eso, llegado el momento los machos ya no piensan tanto en el grupo y se vuelven más agresivos con otros machos a los que ven como competidores, los lazos de unión se debilitan y los enfrentamientos y persecuciones se suceden. ¿Hace falta recordar la otoñal berrea de los ciervos? Convencer a la hembra llega a resultar largo y costoso. Podemos empezar con unas ricas viandas: la larva más jugosa, la lombriz más gordita, el ratón más rollizo, la mosca más grande… ¿Por qué la pieza ha de ser grande y lustrosa? Hay machos que ofrecerán su obsequio a la hembra e intentarán copular mientras come y, si el regalo es pequeño, es posible que no les dé tiempo a completar el proceso. La hembra quedará sin fecundar. El éxito de la cópula depende del tamaño de la presa. La provisión de comida, además, es una muestra de lo que puede ser capaz de hacer el macho para alimentar a la prole. Esto también es convincente. El colmo de la oferta culinaria es presentarse a uno mismo como regalo, caso de la mantis religiosa, aunque todo parece indicar que el macho se ofrece como suicida fracasado. No obstante, esto de morir tras el acoplamiento está más extendido de lo que pensamos. El salmón es un claro ejemplo.
Ni siquiera podemos afirmar que la estrategia de los regalos vaya a tener éxito a la primera, pues la hembra se reserva el derecho a rechazar un obsequio. Y, aun habiéndolo aceptado, esto solo sería el principio de una relación, por lo que la pareja tendrá que seguir comprobando que están hechos el uno para el otro: imitar movimientos, revolotear o saltar con frenesí, acariciarse, acicalarse, caminar o nadar juntos de forma coordinada, realizar extrañas coreografías... Y continuarán los regalos. O no.
Vayamos a algo más práctico. ¿Por qué no regalar un territorio? El macho peleará por hacerse con el lugar donde haya más y mejores recursos para su pareja y la prole, allí donde la hembra pondrá sus huevos o alumbrará a sus vástagos. Existen aves capaces de construir llamativas estructuras a base de hierbas o palitos con los que llamar la atención de la hembra. Si, además, las adornan con objetos brillantes o de colores, las posibilidades de éxito aumentan —una flor o el tapón de una botella valen—. La hembra escoge al macho no por su oferta culinaria, su territorio o su hogar, sino por sus cualidades artísticas. Es la práctica habitual del pájaro jardinero australiano, sutilmente reflejado por el maestro David Attenborough en el siguiente vídeo:
Otras especies no se andan con remilgos a la hora de convencer a la hembra y ofrecen nada menos que un hogar. El mejor nido, el hueco más seguro y acogedor entre las piedras, el agujero más confortable… Y en algunos casos la hembra inspecciona el habitáculo minuciosamente antes de dar el visto bueno, no vaya a ser que el muchacho no se haya tomado suficiente interés.
Pero no es necesario irse muy lejos para ilustrar esto de los regalos a la pareja. Nuestro pequeño carbonero común tampoco es ajeno a esta práctica de hacer pequeños regalos para seducir a la hembra. El arrendajo comparte los alimentos para ganarse el favor de la posible pareja. Selecciona presas suculentas entendiendo quizá que son del agrado de ella, como si supiera qué es lo que más le apetece, y lo hace con la mayor delicadeza de que es capaz. Y no solo eso, sino que se han dado casos en los que tales regalos con correspondidos en una especie de reciprocidad (1) que ya quisieran algunos humanos.
Todos estos juegos amorosos responden a esa fase de enajenación más o menos prolongada en el tiempo que impulsa a los seres vivos a buscar los medios más ingeniosos para transmitir su legado genético, que les empuja por el camino que conduce hacia la eternidad. Pero solo cuando el terreno queda libre de “moscones”, llega el delicado acercamiento, los gestos de conquista, otro tipo de ardientes seguimientos, las exhibiciones de canto y librea… Y más regalos. O no.
(1) Ackerman, J. (2017). El ingenio de los pájaros. Ariel. Barcelona.
(2) Varios. (1994). Etología. Introducción a la ciencia del comportamiento. Universidad de Extremadura. Cáceres.