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Mal de agresión
Charles Darwin se encuentra paseando por un bosque cercano a Downe, condado de Kent, Inglaterra. Reflexiona sobre esas pequeñas mutaciones hereditarias, fortuitas, que pueden hacer que unos determinados órganos funcionen mejor y sean más eficaces. Llega a una conclusión: el ser vivo portador de este novedoso carácter llegará a tener ventaja con respecto a cualquiera de sus semejantes que no porte tal modificación. Y no solo eso, sino que igual les ha de suceder a sus descendientes. De este modo, los no portadores se verán desplazados, llegando a la extinción. Esto es a lo que llamó selección natural, gran artífice de transformación y generación de nuevas especies. Así pues, mutación y selección son responsables de la complejidad biológica que ha llegado a alcanzar este planeta y que tanto riesgo corre ahora.
Caracteres como la coloración del plumaje de un pájaro o las escamas de un pez no han aparecido de forma casual, sino que surgieron como respuesta a una necesidad. El etólogo Konrad Lorenz (1) se propuso encontrar una explicación a este fenómeno estudiando el comportamiento de unos peces de coral, tratando de comprender su apego al territorio y su instinto agresivo, para defenderlo y hacer notar su presencia, especialmente ante sus congéneres. Y no solo eso, quería aclarar el hecho de que estos peces se enarbolen como banderas en un intento de infundir temor cuando invaden territorios ajenos. Así llegó a un descubrimiento inesperado: los peces de coral con colores más vivos eran especialmente agresivos, no con especies diferentes, sino con sus congéneres. Y nos recuerda que cuando Darwin hablaba de “lucha por la vida”, no se refería a la acción de caza de un depredador sobre su presa, sino a la rivalidad entre parientes cercanos. Si un individuo adquiere una ventaja genética sobre sus congéneres, luchará con ellos para apropiarse del territorio, los recursos, las posibilidades de procreación y lo que haga falta, aun a costa de eliminar a los peor dotados.
Fuente. https://tailandfur.com/
¿Para qué sirve la agresividad? Antes de responder a esta cuestión, conviene matizar que también existe la agresividad interespecífica, es decir, entre especies diferentes. Un pequeño grupo de córvidos puede mostrarse particularmente belicoso ante la presencia de un águila en su territorio y lograr echarla con vuelos temerarios y persistentes graznidos. Aquí el tamaño no importa, si no queda otro remedio. La agresión asume una clara función conservadora de la especie, nunca se practica con ánimo aniquilador, salvo que exista riesgo para los recursos alimenticios. Lorenz nos recuerda el caso del dingo, que acabó con el lobo marsupial y el diablo de Tasmania en Australia porque consumían las mismas presas que él.
La agresividad, por tanto, puede servir para hostigar a un depredador, arrebatarle una presa o su cubil, y hacerle ver, en definitiva, que no es tan inofensivo como parece. Puede servir como último recurso en situaciones desesperadas —recordemos aquello de “luchar como gato panza arriba”—. Son momentos límite en los que el luchador echa el resto azuzado por el miedo. Podría ser el caso de la madre que ve amenazada la integridad de su cría o de esos torpes herbívoros que hacen frente al ataque de un grupo de leones. Seguramente habremos visto estas imágenes en las redes o los medios de comunicación:
Sostiene Lorenz, en todo caso, que la agresividad de muchos animales hacia sus congéneres no es perjudicial para la especie de que se trate, pues sirve a los propios fines de conservación. Sin embargo, no es demasiado optimista en lo que se refiere a la especie humana. El fenómeno de la agresividad en el reino animal no resulta ajeno a nuestra especie, algo que con persistente frecuencia observamos en el día a día, en el colegio, en la calle, en los hogares, en el bar…, hombres, mujeres y niños, pueblos y países. Esta agresividad se ha convertido en un hecho cultural de la humanidad, y nada resolvemos si lo asumimos como algo inevitable. En todo caso, ¿es esto lo que ha dado de sí nuestra inteligencia? Como certeramente señala Eduardo Punset (2), “lo que se desprende del estudio de los orígenes de la violencia es casi aterrador: la violencia es el subproducto de la inteligencia. Si no fuésemos más inteligentes que otros animales, seríamos menos violentos”. Si a las posibilidades de provocar el desastre nuclear, le añadimos ese instinto de agresividad incontrolable a pesar de la razón que se supone a la especie humana, ¿qué futuro nos espera? Eso sin contar los cambios que viene provocando en el entorno, cambios que afectan de modo significativo a las condiciones de vida del planeta y que pueden seguir causando mutaciones genéticas.
Es posible que a Darwin le faltara bosque por pasear si tuviese la intención de comprender este enigma.
(1) Lorenz, K. (2015). Sobre la agresión: el pretendido mal. Siglo XXI, Madrid
(2) Punset, E. (2010). El viaje al poder de la mente. Destino, Barcelona