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Sentidos emplumados. El oído

Etología

 

El ambiente parece tranquilo en el camino que delimita el bosque y más adelante termina atravesándolo. Telarañas de nubes surcan el cielo y anuncian un posible cambio de tiempo. El paisaje se ondula suavemente. Los restos desordenados de una vieja majada se conservan inertes en la ladera solana, a nuestra derecha. En medio de esta monotonía silenciosa llama la atención el canto repetido y melodioso de un zorzal, encaramado probablemente en lo alto de un pino, y la lejana respuesta de otro procedente de varias decenas de metros más allá. Seguramente se estarán enviando interesantes mensajes, quién sabe si para reclamar un territorio o para despertar el interés de alguna hembra. Parece claro que el sentido del oído está altamente desarrollado en las aves, hasta el extremo de que algunas llamadas son audibles para nosotros a cientos de metros, lo que permite deducir que ellas las captan aún más lejos.

Más admirable es ver cómo algunas aves son capaces de reconocer las llamadas de sus parejas o pollos en medio de una ruidosa colonia de miles de congéneres. Es el caso de los pingüinos, los araos o las gaviotas. Una cuestión de vida o muerte para los vástagos que se resuelve gracias al agudo sentido del oído. Tiene mérito. Algunos somos incapaces de mantener una conversación fluida cuando otras personas hablan a nuestro alrededor.

 

 

Ya sabemos que las aves jóvenes son capaces de aprender casi cualquier canto que escuchan, lo que tiende a disipar la línea divisoria entre naturaleza y educación. Tim Birkhead (1) nos recuerda las semejanzas entre el oído de las aves y el de los mamíferos, pero también señala sus diferencias. Primera, las aves no tienen orejas. Entonces cabría preguntar dónde tienen los oídos. Bueno, en general, más o menos como nosotros, a ambos lados de la cabeza, por detrás de los ojos. Lo que pasa es que están cubiertos por plumas.

 

 

Segunda diferencia: los mamíferos tenemos tres huesecillos en el oído medio —martillo, yunque y lenticular—, mientras que las aves solo tienen uno, como los reptiles. La tercera diferencia se encuentra en el oído interno. Nuestra cóclea (caracol) tiene forma de espiral, pero en las aves es recta o ligeramente curvada. Una cóclea visiblemente larga incrementa la capacidad auditiva del ave. Es el caso del zorzal y, especialmente, de las rapaces nocturnas.

 

 

Las células del interior de la cóclea se renuevan con regularidad en las aves, no en los mamíferos, y esta es la cuarta diferencia. Esto provoca que nosotros perdamos capacidad auditiva con la exposición a ruidos intensos o con el paso de los años. Las aves, sin embargo, tienen más tolerancia al daño producido por fuertes sonidos.

Finalmente, nosotros perdemos cierta capacidad de reconocimiento de sonidos, mientras que la audición de las aves crece y decrece alternativamente en función de las necesidades que presenta el entorno en cada momento del año: crece en época reproductiva y decrece al final. Bien mirado, es una sensata estrategia de ahorro de energía. Tiene sentidio, ¿no? Birkhead nos sorprende afirmando que sucede algo parecido en nuestra especie: al parecer, la mujer percibe la voz del hombre más intensa cuando su nivel de estrógenos es alto, lo cual puede desempeñar un papel esencial en la elección de pareja.

Las aves utilizan el oído para detectar posibles depredadores, para encontrar comida y para identificar a los miembros de su especie o de otras. Con el fin de reconocer de dónde llegan los sonidos, las aves mueven la cabeza continuamente y analizan y comparan volumen y pequeñas diferencias de tiempo. Entendemos así que tales movimientos no son originados por la curiosidad del ave, sino por la necesidad de escuchar.

 

(1) Birkhead, T. (2019). Los sentidos de las aves. Qué se siente al ser un pájaro. Capitán Swing, Madrid.