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Sentidos emplumados. El sentido magnético.
El año pasado acertamos a encontrar un curioso artículo que nos contaba cómo un ave recorrió medio mundo durante 11 días y sin descansar. Como buenos profanos que somos, se nos plantean algunas cuestiones que nos gustaría resolver. ¿Cómo saben estas y otras aves viajeras, con la única pista de un interminable horizonte oceánico, hacia dónde volar para encontrar sus territorios de cría y sustento? ¿Cómo saben que atraviesan este continente o aquel ancho mar para llegar a su destino? Una vez más hemos de recurrir a los conocimientos de Tim Birkhead (1), a ver si nos puede aclarar las dudas.
Cuenta nuestro ornitólogo un experimento realizado en los años treinta del siglo XX por dos colegas suyos. Cogieron una pardela y la llevaron a un lugar distante unos 360 kilómetros de su nido, donde la dejaron en libertad. Su objetivo era comprobar si la pardela era capaz de encontrar su hogar y, de ser así, cuánto tardaría en hacerlo, cuando la única comunicación que había entonces entre ambos puntos era un servicio postal que tardaba varios días. Pues bien, la pardela se presentó de vuelta al día siguiente y el viaje solo le llevó menos de diez horas. Experimentos posteriores y con distancias aún mayores confirmaron que, efectivamente, las aves están dotadas de un potente sentido de la orientación.
Bien, ya sabemos que se orientan, pero falta explicar cómo lo hacen. Recordemos que la Tierra es un gigantesco imán cuyas líneas de campo se “trazan” saliendo del polo sur hacia el polo norte. En el ecuador esas líneas van paralelas a la superfice de la Tierra, pero se inclinan en los polos. Este sería el esquema del campo magnético terrestre, generador de unas señales que los animales pueden utilizar para determinar su ubicación. Hagamos un ejercico de imaginación, antropomórfico, sí, pero que tal vez nos ayude a comprender el proceso. Supongamos que nos encontramos en el monte, sin más referencias que los elementos del entorno: un río, una cumbre, un llano… Lo primero que nos preguntamos es dónde estamos, y para saberlo echamos mano de un mapa. Y lo segundo es hacia dónde queremos ir, para lo cual necesitamos una brújula. Que sepamos, las aves no usan mapas, pero, al parecer, disponen de dos tipos de “brújulas”, una solar —que emplean las aves diurnas— y otra estelar —la de las nocturnas—. La contaminación lumínica, sin embargo, puede alterar la ruta de las aves migratorias a su paso por las ciudades, como nos cuenta José Luis Gallego (2). Para estas y otras aves que siguen ancestrales itinerarios celestes, la localización de las estrellas juega un papel primordial. Si pierden esta referencia, pueden extraviarse. Esta podría ser una de las razones para reducir la intensidad de la iluminación nocturna en nuestros pueblos y ciudades, y no dejarnos llevar por la avidez de emisiones a todas luces innecesaria. Cabría pensar, por tanto, que las aves se orientan según la posición del sol y las estrellas, pero ¿qué pasa cuando está nublado? El hecho de que sigan orientándose en tal caso permite extraer una conclusión: las aves disponen de una brújula magnética, y para que funcione está el campo magnético terrestre.
Tim Birkhead establece la posibilidad de que el sentido magnético de las aves detecte el campo magnético mediante reacciones químicas en células repartidas por todo el cuerpo, pues no existen datos sobre la existencia de un órgano diseñado al efecto como el ojo o el oído. Para ello, las aves, como otras clases de animales, cuentan con pequeños cristales de magnetita, que tienen alrededor del ojo y en la parte superior del pico. No obstante, se ha comprobado que la orientación solo es posible mediante la capacidad de las aves de ver los contornos y los perfiles del paisaje, lo cual envía la señal adecuada al sentido magnético, y lo más sorprendente es que lo hacen a través del ojo derecho. Lo que demuestra que, una vez más, resulta esencial el concurso de varios sentidos simultáneamente. Salvando las distancias, es algo parecido a lo que hacemos nosotros. Ante un plato de comida ponemos a trabajr a los cinco sentidos. Como la reacción es inconsciente, quizá no nos demos cuenta. Y lo mismo ocurre en la contemplación de un paisaje: no solo lo vemos, sino que lo escuchamos, percibimos olores y sabores, detectamos texturas y formas —o, al menos, así debería ser—, y todo ello configura una serie de sensaciones que completan la evaluación que hacemos del entorno.
Las posibilidades de este sentido emplumado continúan siendo estudiadas por la ciencia. De momento sabemos que, cuando nos falta uno de los sentidos, el cerebro se reorganiza para aguzar los demás. Aún se ignora si ocurre igual en las aves, pero parece claro que conocer cómo funcionan sus sentidos y reconocer que tienen otros de los que nosotros carecemos nos ayudará a conocer mejor su mundo.
(1) Birkhead, T. (2019). Los sentidos de las aves. Qué se siente al ser un pájaro. Capitán Swing, Madrid.
(2) Gallego, J.L. (2018). Disfrutar en la naturaleza. Alianza, Madrid.