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Bajo nuestros tejados
El invernal comienzo que ha tenido esta primavera ha demorado más de la cuenta la eclosión de insectos y su consecuencia inmediata: la llegada de las aves insectívoras. Recuerdo haber visto hace unas semanas algunas golondrinas, pocas, observando estoicamente desde sus eléctricas atalayas, cómo los campos se volvían a vestir de blanco. No sé si serían una avanzadilla y regresaron para avisar a sus congéneres que aún no era tiempo de llegar o si sucumbirían ante los coletazos de la invernada.
El caso es que ya las tenemos aquí, a ellas y a los aviones comunes y roqueros, a las grullas, los alimoches, los abejarucos, los cucos y los vencejos, entre otras muchas aves viajeras de nuestro entorno. Por su cercanía a nosotros, pues viven bajo nuestros tejados y sobrevuelan nuestras cabezas cortando el aire y lo inundan con sus agudos chillidos, trataremos de conocer mejor a los vencejos comunes, tan abundantes y tan poco atractivos, revestidos por una oscura librea, que pasan prácticamente desapercibidos.
Bien podemos decir que el vencejo común es una auténtica máquina de volar. Hasta que ha llegado y desde que se fue allá por el mes de julio o agosto del año pasado, no se ha parado en ningún momento. Sí, come volando, duerme volando. Es ahora, en plena temporada de cría, y tras haberse apareado también en vuelo, cuando se ven obligados a meterse en los oscuros agujeros que hay bajo las tejas, en el borde de los aleros de nuestras casas. Porque es ahí donde guardan a su prole, a la que ceban con las más de quinientas especies de insectos que captura al vuelo, incluyendo arañas que viajan pendientes de su hilo. En sus nidos podemos encontrar trozos de papel, plumas, hierbas secas, ramillas, pelos, pétalos de flores… Cabría pensar que en algún momento ha debido posarse en el suelo para recopilar estos materiales, pero no es así. Sencillamente los ha cogido al vuelo después de que el viento los haya levantado. Eso sí, evita las abejas y las avispas. Esta ceremonia de la caza se realiza en solitario, aunque el vencejo trata de no perder de vista a sus compañeros, porque si ve que se agrupan es que han descubierto un buen banco de mosquitos, y vuela para unirse al grupo.
Fuente: SEO BirdLife (www.seo.org)
En una jornada normal, el vencejo es capaz de recorrer entre 800 y 900 kilómetros, sobre todo cuando tiene familia, en cuyo caso no regresa al nido cada vez que captura un insecto, sino que va almacenando sus trofeos en la boca, en una cámara especial que tiene tras la lengua. Cuando ya tiene unas 300 piezas —que pueden ser hasta 1.500 si son pequeñas—, esto es, cuando la bola adquiere el tamaño de un garbanzo, nuestro vencejo vuelve al nido y comienza la ceba. Y al final del día, lejos de descansar en casa, vuelve al aire y allí, a gran altura, pasa la noche descansando a ratos que no van más allá de unos segundos. Y es que el vencejo deja de batir sus alas durante ese tiempo, para volver a aletear frenéticamente para recuperar la altura perdida.
Su cuerpo tiene forma de torpedo y sus alas, que totalmente desplegadas llegan a medir casi medio metro, se asemejan a una afilada hoz que recorta el aire a gran velocidad, entre 40 o 50 km/h. Muy ocasionalmente se producen choques con cables o antenas, de forma que el ave cae al suelo. Siempre se ha pensado que cuando esto sucede resulta ya imposible que el vencejo recupere la capacidad de volar. Pero es una falsa creencia, ya que emplea la estrategia de la catapulta: extiende sus alas y las apoya en el suelo, impulsando con ellas su cuerpo hasta alcanzar la altura necesaria para volver a aletear con toda libertad. Otra cosa es que se haya roto un ala, en cuyo caso es el fin. Lo más fácil sería pensar que podemos cogerlo y alimentarlo, pero esta solución no es viable por mucho que lo intentemos. Y es que vencejo exige insectos y, sobre todo, libertad.