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Brújulas naturales

Fauna

El caminante se encuentra en algún lugar del monte. Se ha planteado el objetivo de llegar desde A hasta B, algo que, en principio, no se le antoja tarea complicada, pero ha cometido el grave error de no llevar consigo el material ni la tecnología necesaria para salir del apuro: brújula, GPS, mapa… Sin embargo, bregado en estas lides como es, emplea una serie de estrategias que le ayudarán a salir del paso. La primera y fundamental, situarse en el espacio, saber dónde están los puntos cardinales, el sol, la Estrella Polar o la luna si es de noche. Con esto ya puede diseñar la ruta que debe seguir, tomando algunos puntos de referencia: unas rocas, una colina, un río.

 

 

Y, aun así, no puede decir que vaya a tener un cien por cien de éxito. No perderse en el monte tiene un alto grado de exigencia. El verdadero reto consiste en elegir la dirección correcta hasta el destino sin estar familiarizado con el terreno empleando las pistas que ofrece el entorno. Si conocemos el camino previamente, no tiene gracia. Mientras camina, el andarín va pensando en cómo se arreglarán los animales para seguir siempre la misma ruta.

Nos equivocamos si pensamos que los animales se desplazan sin rumbo fijo. Si observamos con atención cuando vamos al campo, veremos que el terreno que pisamos está atravesado por una urdimbre de senderos abiertos por pezuñas, lo que nos indica que tales vías son frecuentadas por los animales para desplazarse a los mismos lugares. A veces, incluso, cruzan los caminos y carreteras por los mismos puntos. Esto no se explica solo por el hecho de que tengan buena memoria, ni porque se dejen llevar por el instinto, ni por su prodigiosa vista. Se trata más bien de una mezcla de percepción y aprendizaje, pero, sobre todo, de la capacidad de trazar una especie de misterioso mapa mental que les muestra el camino.

 

 

Pero ¿cómo se trazan los caminos en el aire? ¿Cómo se las arreglan, por ejemplo, las palomas mensajeras? Ellas saben que deben recorrer más de mil kilómetros desde el palomar hasta su destino para luego regresar, y lo hacen en línea recta por un territorio desconocido y haciendo frente a las inclemencias meteorológicas. La paloma bravía tiene fama de ser algo estúpida. Puede creer que un huevo o un pichón es suyo simplemente por tenerlo debajo (1). Sin embargo, también se orienta por el mundo mejor que nosotros. El abejaruco, atractivo como pocos, sale cada primavera desde el sur y el oeste de África, atraviesa el Sahara y llega a nuestros campos tras cruzar el Estrecho de Gibraltar. Pues bien, al parecer las aves siguen los caminos aéreos gracias a una especie de sistema de posicionamiento interno, su propia brújula o GPS. Aunque no podemos descartar que hagan como el caminante, usar los elementos del paisaje como puntos de referencia para completar la orientación. Y, sobre todo, el sol. ¿Cómo se explica, si no, que las aves que llegan hasta nosotros lo hagan por el Estrecho? Salvo que haya señales de tráfico por allí arriba… Hay otras que, con el fin de evitar encuentros con depredadores, prefieren viajar de noche. En tal caso, toman como referencia las estrellas. Como nuestro caminante.

Las golondrinas tampoco andan a la zaga. Llegan desde Sudáfrica tras recorrer unos diez mil kilómetros, de noche algunas veces, aunque optan por hacerlo de día porque así van cazando por el camino. Curiosamente, vienen atravesando el desierto de Sahara y cruzando el Estrecho de Gibraltar y, sin embargo, cuando se van, prefieren dar un rodeo por la costa occidental africana. Y no es menos llamativo que casi con toda seguridad vuelven al mismo nido que ocuparon la primavera anterior —aunque no siempre lo hacen con la misma pareja (2)—.

 

 

No obstante, los científicos no se conforman con esta explicación y quieren averiguar más, y así llegan a descubrir que el campo magnético terrestre tiene algo que ver en todo esto, que las aves son capaces de detectar mínimos cambios de este campo —las abejas y las ballenas también lo hacen—. Al parecer, su sensor especial se encuentra en la cabeza, en algún punto de la parte superior del pico, tal vez en el oído interno o en la parte superior del cerebro (1), y con él trazan algo parecido a un mapa de navegación mental. Ahora bien, las aves no nacen con esta destreza sensorial, deben aprenderla.

En cuanto a los insectos, se sabe que las abejas utilizan el sol como brújula, memorizan sus rutas y se hacen así una idea de cómo es su entorno. El resto, tras localizar las fuentes de rico polen, es fácil: de regreso a la colmena lo arreglan con unos bailes y unos giros y sus compañeras toman nota de hacia dónce deben ir (3).

 

 

Otros insectos de hábitos nocturnos se ayudan de la luna o las estrellas como referencia en sus desplazamientos. Pero la iluminación de las ciudades suele representar un serio obstáculo en su capacidad de orientación. Supongamos que soy una polilla. Si sé que la luna se mueve de este a oeste y quiero ir al norte, lo único que tengo que hacer es mantener la luna a mi derecha cuando acaba de salir o a mi izquierda una vez que traspasa su zénit. La distancia a la que está la luna la mantiene prácticamente inmóvil en el firmamento mientras vuelo. Pero una farola de la calle me complica las cosas, porque puedo pensar que esa intensa luz es la de la luna. Al estar más cerca, pronto la pierdo de vista, y si quiero tenerla como referencia, mi vuelo va a dibujar círculos a su alrededor, hasta que llegue un momento que chocaré contra ella. Ya no sabré hacia dónde tengo que viajar ni cuál debe ser la referencia que me guíe.

El caso es que, ya sea por memoria, por instinto, por la vista o por esa maravillosa brújula que la naturaleza ha dispuesto en el cuerpo de los animales, su capacidad para orientarse en el espacio y de recordar dónde han colocado su despensa o dónde pusieron el nido la temporada anterior es magnífica. Nuestro caminante tiene pocos motivos para presumir. Más le vale salir bien preparado.

 

(1) Ackerman, J. (2017). El ingenio de los pájaros. Ariel. Barcelona.

(2) Déom, P. (1985). La golondrina. El cárabo 45: 3-18. Los viajes de la golondrina. El cárabo 57.

(3) Wohlleben, P. (2017). La vida interior de los animales. Ediciones Obelisco, Barcelona.