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Una ooteca
Fue entre La Pesquera y Minglanilla, caminando a la par de la Rambla de la Fuente. El invierno estaba a punto de dar paso a la primavera. De forma casual, como corresponde a cualquier descubrimiento, di la vuelta a una piedra y encontré lo que muestro en la imagen: una ooteca, un extraño paquete donde ha puesto sus huevos de la temporada la mantis religiosa, uno de esos casos en los que el nombre común coincide con el científico (Mantis religiosa L.). En algunos sitios habrían dicho que era un tipo con suerte por encontrar esta ooteca, y me habrían augurado toda clase de parabienes.
La mantis fue descrita para la ciencia por Linneo en 1758, que debió observar con curiosidad sus prominentes patas delanteras dobladas y unidas en una posición que recuerda a una figura orante. Y a pesar de ello, nos encontramos ante un fantástico y feroz depredador. Caza al acecho, emboscada, inmóvil, camuflada entre hojas y ramillas, a lo que ayuda su color pardo o verde; solo mueve su cabeza, triangular, alzada en el extremo de su estilizado cuello, una cabeza que puede girar casi 180° para captar cualquier cosa que se mueva a su alrededor con sus tremendos ojos saltones.
Cuando una presa está a su alcance —moscas, arañas, grillos, saltamontes, mariposas—, lanza sus patas delanteras como un resorte a una velocidad que hace imposible al ojo humano captar el movimiento. Una vez atrapada, comienza a devorarla aún viva. Aquí vemos una escena de caza:
Pocas veces fracasa la mantis en su ataque, de lo cual también está informado el macho, quien debe tomar las debidas precauciones para culminar la cópula si no quiere acabar entre las fauces de la hembra, mayor que él, y aun así… A veces el macho aprovecha que la hembra está ocupada comiendo para acercarse con cautela e inyectarle su material genético. El apareamiento tiene lugar en verano y poco después la hembra elige el lugar para construir su nido: un muro, una rama o una piedra parecen adecuados. Lo primero que hace es segregar una sustancia parecida a la seda que se endurece al contacto con el aire, a la vez que la bate con su oviscapto dándole una apariencia espumosa. Es entonces cuanto comienza la puesta, unos huevos alargados y de color amarillo que va ocultando entre la espuma. La mantis no deja de producir espuma y de poner huevos alternativamente. En el interior de la ooteca, los huevos se colocan perfectamente ordenados, uno junto a otro, y cuentan con una especie de pasillo por donde saldrán más adelante las crías. La construcción finaliza con unas escamas exteriores a modo de trampillas.
La ooteca permanecerá pegada en el lugar elegido por la mantis todo el invierno. La estructura aísla y protege eficazmente a la puesta de la intemperie, pero la madre sucumbirá con la llegada de los primeros fríos, sabiendo, eso sí, que su misión ha culminado con éxito. Y en primavera, las pequeñas mantis comienzan a salir mostrando un aspecto bastante parecido al de sus padres. De cada ooteca pueden surgir cientos de pequeñas mantis, salvo que haya sido invadida por algún intruso, como ciertas especies de avispas que aprovechan la acogedora instalación para poner también sus huevos.
Una vez fuera, las mantis no tienen otra cosa que hacer más que comer, alcanzando pronto su máximo desarrollo. Su voracidad las convierte en valiosos aliados del ser humano por la gran cantidad de insectos que elimina. Sin embargo, aún contemplamos a estos insectos como peligrosos y repugnantes. A esta sensación contribuye la fiereza con que hace frente a cualquier amenaza: arquea el abdomen, extiende las alas y abre las patas delanteras. Esta puesta en escena suele ser suficiente para hacer desistir a quien ose perturbar la paz de la mantis. Aquí la vemos dando cuenta de un rival insospechado:
Pero ajena a nuestro desconocimiento e incomprensión, en pleno verano ya está la mantis en condiciones de perpetuar la especie.