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Aquella “pobre forma femenina”
Pintora, poeta, compositora, científica, doctora, filósofa, mística, naturalista, profeta y monja. Todo eso y más. Nació en plena Primera Cruzada de las tropas cristianas en Tierra Santa (1096-1099) y fue un diezmo en toda regla de sus padres a la Iglesia: al ser la décima hija que tenían, los padres de Hildegard von Bingen (1098-1179) entendieron que debía consagrarse desde su nacimiento a la vida religiosa, según una vieja costumbre medieval. Así entró en el monasterio de monjes benedictinos de Disibodenberg cuando apenas contaba ocho años, en una época en que aún no existían los conventos de monjas.
Conocida por experimentar extrañas visiones desde niña, tenía la capacidad de curar a los enfermos mediante la imposición de sus manos y practicaba el exorcismo para expulsar al demonio de quienes a ella acudían. Su fama creció tanto que en 1147 tomó la iniciativa de fundar un convento en Rupertsberg, el primer convento de monjas independiente de los frailes, algo que no fue bien visto por ellos. Y, a pesar de todo, a pesar de su carácter y su iniciativa creadora, ella se llamaba a sí misma “pobre forma femenina”.
Con las dificultades que entraña conocer la vida interior de un monasterio en la Edad Media, donde encontramos cosas tan inverosímiles como descubrir a una mujer escritora —algo inaudito en la época—, la fortuna nos desvela el fascinante caso de Hildegard von Bingen, una monja que no se conformó con limitarse a la vida recogida del convento, sino que se dedicó al estudio de las plantas y la Naturaleza.
Hildegard fue la primera mujer en escribir su obra religiosa y científica, aunque tuvo que ser tras la preceptiva autorización del papa. Más allá de sus escritos proféticos y visionarios que se alejan de nuestro interés, descubrimos sus tratados de plantas y de medicina como resultado de su observación directa del mundo exterior, que sus múltiples ocupaciones todavía le dejaban tiempo para esto. Su libro de medicina Causae et curae trata de las propiedades curativas de las plantas, piedras y minerales, aves, reptiles y otros animales. De la lavanda, por ejemplo, decía que no sirve como alimento humano, pero su fuerte olor no solo acaba con los piojos, sino que ahuyenta a los malos espíritus. El libro incluye remedios asombrosos, como sumergir una perra en agua y utilizar esta agua para combatir la resaca. Pero hay otros más naturales como el que trata de mantener limpios los dientes o el que busca enriquecer la dieta de las mujeres con amenorrea. Hildegard von Bingen practicó un tipo de medicina alternativa que contó con numerosos seguidores en Alemania y Francia. En el libro Physica se refiere a las ciencias naturales en general como vía para describir el mundo natural, tarea para la que estaba dotada de una auténtica curiosidad. Se ha dicho incluso que fue precursora de lo que ahora llamamos ecología.
Según la monja santa, lo que necesita el ser humano para curarse es, sobre todo, una buena alimentación, una buena salud mental y un correcto equilibrio de los cuatro elementos —tierra, aire, agua y fuego— que tanto influyen sobre el cuerpo. Aconseja, por ejemplo, el consumo de la espelta, una especie de trigo que, en su opinión, es el mejor alimento posible. Teniendo en cuenta que las condiciones higiénicas de la época podían constituir un problema para la salud por el mero hecho de beber agua, aconsejaba a sus monjas que bebieran cerveza para mantener las mejillas sonrosadas y las enfermedades alejadas. Un gesto muy alemán.
Fue admirada y respetada en su tiempo, pero estos sentimientos no se conservan en la actualidad. Se ha dicho de ella que, “si hubiera nacido hombre, habría sido reconocida como uno de los artistas e intelectuales más grandes que el mundo haya visto”. Más de 900 años después de su particular contribución a la ciencia, se contempla esta como algo más cercano a la superstición. Sin embargo, no se puede discutir el extraordinario valor que tuvo su trabajo no solo por ser mujer, sino por la luz que aportó al conocimiento en una época tan difícil como la Edad Media.