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Blog

De buena tinta

Historia

 

Un paseo por un quejigar. Las ramas permanecen casi desnudas. El suelo ha acaparado una riqueza nutritiva en forma de hojas pardas y resecas dispuestas a levantar nuevas vidas y a recrecer las que ahora andan dormidas. De las ramas penden algunas esperando su turno, y unas extrañas estructuras esféricas se resisten a caer sobre el colchón de hojarasca. Hubo un tiempo en que mi ignorancia me hizo creer que tales formaciones eran los frutos de ese árbol, tan desigualmente parecido a la encina que nunca pude suponer que también daba bellotas. Hasta que descubrí que realmente se trataba de agallas. Es interesante y curioso tener una en la mano, comprobar su aparente fragilidad, abrirla con una navaja y explorar su intimidad, el núcleo donde se alojó y creció una larva de la avispa que provocó la reacción del árbol. Si la agalla tiene un diminuto agujero en su corteza, comprobaremos al abrirla que desde el núcleo hay un estrecho canal por donde la avispa, ya desarrollada, encontró la libertad.

 

 

Algunas agallas pueden haber sido perforadas por un solo agujero, y otras, en cambio, acribilladas, un signo de ocupación múltiple. Sus habitantes habían sobrevivido a una infancia en la oscuridad para perforar su salida, haciendo una ventana redonda a la luz de otoño mucho antes de que hayamos encontrado estos extraños “frutos” hacia el final del invierno. Nos detendremos en la propiedad de esta materia similar al corcho, capaz de proteger de los depredadores y del frío a esa larva durmiente, una sustancia con la que, según la tradición, se fabricaba tinta desde hace siglos. Es posible que Cervantes la utilizara en sus escritos, pero otros personajes como Leonardo da Vinci o Johann Sebastian Bach quizá tengan una considerable deuda con la pequeña avispa que puso un huevo en la rama de quejigo. Ignoramos si ellos supieron cómo fabricar la tinta, pero nosotros podemos intentarlo por medio de un proceso de alquimia que ya tiene más de mil años.

Ya que estamos en el bosque, cogeremos una buena cantidad de agallas, unos 80 gramos. Teniendo en cuenta su escaso peso, tal vez debamos hacernos con unas 80 a 100 agallas. Podemos envolverlas en una hoja de periódico, pero si queremos ver lo que pasa, será mejor ponerlas en una bolsa de plástico. Con un martillo las trituramos. Es posible que veamos alguna larva o los restos de algún huevo, pero si las hemos cogido con orificio, no habrá problema. En todo caso, dudo que a las gentes de la Edad Media les importara mucho. No es necesario moler las agallas, basta con lograr un grano del tamaño del arroz. El resultado se introduce en un frasco al que se añaden unos 300 ml de agua (de lluvia o destilada), se remueve la mezcla con un palo y se deja el frasco al sol durante tres días. Al cabo de ese tiempo el líquido adquiere un bonito color pardo rojizo. El siguiente paso es añadir sulfato ferroso (50 gramos) y remover. La reacción que experimenta la mezcla es casi inmediata: el color se va oscureciendo hasta el azul casi negro. A partir de este momento el líquido mancha, de modo que debemos andar con cuidado. El sulfato ferroso actúa como colorante, por lo que, a falta del producto, también podemos utilizar carbón previamente triturado.

Después de unos días se muelen unos 25 gramos de goma arábiga, lo que hará que la tinta espese y se adhiera al papel. Una vez removido, se vuelve a dejar el frasco al sol, en el alféizar de la ventana, durante un día. El último paso consiste en colar la mezcla con un filtro de tela o papel. Conviene usar guantes. El resultado final son unos 125 ml de tinta.

 

En la imagen, una de las agallas se ha partido para observar su interior, acorchado y ligero, pero capaz de albergar y proteger una pequeña vida durante el invierno. Esa vida se encontraba en el centro de la agalla, donde se pueden apreciar los restos del huevo puesto por la avispa. A su derecha, el canal de salida de la nueva avispa, dispuesta a comenzar un nuevo ciclo.

 

Nuestros antepasados comprendieron las propiedades de los taninos de roble cuando se teñían las manos talando y dando forma a la madera. Pero, ¿qué les hizo aprender que tales tintes se concentraron en agallas, el tejido similar a una herida que produce el árbol para envolver un organismo invasor y aislarlo de su huésped? ¿Qué utilizaban nuestros ancestros para golpear agallas, empaparlas en agua hasta lograr un lodo marrón, luego agregar hierro oxidado y goma arábiga de los árboles de acacia, para conseguir un líquido tan azul que era casi negro?

Cuando tengamos hecha nuestra tinta, la probaremos, si es posible con pluma o plumilla y sobre un tipo de papel similar al secante. El experimento lleva una semana y tal vez pueda pensarse que no merece la pena el resultado cuando ya lo tenemos en el comercio. Además, ya casi nadie escribe con este tipo de tinta. Sin embargo, el proceso, que nos permite realizar un peculiar viaje en el tiempo, proporciona la ventaja de alcanzar una mejor comprensión del mundo medieval o renacentista, y esto no se encuentra fácilmente fuera de los libros.