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Echaron un cable

Historia

Años veinte del siglo XX. El mundo a punto de vivir lo que se conoció como “la gran depresión”, con devastadoras consecuencias sobre ricos y pobres, especialmente sobre estos, que se hicieron más pobres y revistieron su miserable existencia con más miseria. Por estos lares la profunda crisis económica también causaba estragos, y la explotación forestal no quedó exenta. Conviene recordar que la corta de troncos aún se venía realizando con medios precarios y el transporte de la madera discurría por vías fluviales. Y que todos los procesos de gestión forestal mantenían a miles de familias de numerosos pueblos de la Serranía. El monte era motor de sustentos y un poderoso freno a la despoblación. La modernización de la industria de la madera, piedra angular de la riqueza conquense, se convertiría años después en más progreso para los empresarios, y un grave problema para los hogares obreros.

El proyecto de vía de saca fue presentado en el Congreso de Montes celebrado en Madrid en 1919 por Jorge Torner, Jefe del Distrito Forestal de Cuenca.

 

El Día de Cuenca, 21 de noviembre de 1919

 

Mientras los grandes empresarios de la explotación maderera debatían en Madrid sobre las causas de la crisis forestal —falta de protección arancelaria ante maderas importadas de otros países, comercio deficitario de maderas españolas en Canarias, elevados impuestos sobre el transporte, especialmente el fluvial, así como altas tasas ferroviarias, falta de repoblación forestal en las cabeceras de los ríos, necesidad de una Dirección General de Montes, ausencia de seguros contra incendios—, en los montes serranos aún podían escucharse los golpes secos de los hacheros contra los troncos de pinos enhiestos, el crujido que rasgaba el aire al caer los fustes, el descortezado de los pinos tras la corta, los resoplidos de las caballerías encargadas del arrastre, las voces de los peones arreando a los animales.

 

El Día de Cuenca, 14 de mayo de 1921

 

Allí, en lo más alto de la Muela de la Madera, se iba a percibir el chirrido de una extraña estructura montada sobre la roca desnuda, al borde del cantil calizo, asomada al Arroyo del Rincón, en el pueblo de Uña. Esa estructura, también de madera, se construyó para llevar en volandas los troncos desde lo alto de la muela hasta el borde de la laguna, desde donde serían “botados” a lomos del Júcar. Nunca como entonces se echó un cable al esfuerzo casi sobrehumano de los obreros de la madera.

 

El cable en pleno funcionamiento.

 

El cable, de acero macizo, comenzó a funcionar en noviembre de 1923, contaba con una longitud de 1.273 metros y el vano de la salida de la estación de carga era de más de 900 metros. El ingenio mecánico debía salvar un desnivel de 210 metros, logrando descender unos 12.000 kg de madera cada hora. El tendido del cable, el primero construido en un monte público por cuenta del Estado, permitió cubrir una superficie de explotación de 60.000 hectáreas de pino silvestre y laricio, insuficientemente comunicadas hasta entonces.

 

Perfil longitudinal del cable, desde la Muela de la Madera hasta Uña.

 

Vista desde la Muela de la Madera

 

Vista desde Uña.

 

Los troncos bajaban, volaban, hasta las afueras del pueblo, y allí se colocaban hábilmente en carros tirados por mulas hasta el Júcar, sobre cuyas aguas recorrerían las sinuosidades de sus cañones hasta Villalba de la Sierra, sorteando innumerables obstáculos a base de cambras e inverosímiles adobos. Un tramo de apenas 10 kilómetros cuyo recorrido bien podía llevar 40 días. Y sobre los troncos flotantes y saltando a veces a las orillas del río, los mitológicos pastores de aquellos rebaños de madera, los gancheros. No era posible otro camino más rápido para aquellas silenciosas huestes, hasta que a finales de la década se construyó el canal que abastecía el Salto de Villalba con aguas de la laguna de Uña. Así hasta los puntos de saca, desde donde se enviaba a los centros de mercado.

Una zanja de un metro de profundidad excavada en la roca, a tiro de piedra de la laguna de Uña, como si fuera un nicho reservado a los recuerdos de aquel olvidado oficio serrano de los gancheros. Eso es lo único que resta de aquella historia de troncos voladores de profundas barrancas y navegadores de agitadas aguas montaraces. Ese surco yace despintado de nuestra memoria, habitado por hierbas y arbustos espinosos, quién sabe si también adornado por escombros y basuras, como la peguera que tiene a pocos metros y que hábiles manos y comprometidas mentes supieron recuperar. Tal debiera ser el destino que corresponda a este vestigio de nuestra historia, y que entre todos rechacemos la posibilidad de que Cuenca vuelva a asumir aquel denostado epíteto de “la olvidada Cenicienta”. O tal vez decidamos optar por lo contrario, actuar —una vez más— con resignada sumisión exclamando el consabido “¡ea!” o “alguien vendrá que nos eche un cable”.

 

NOTA: Las imágenes han sido extraídas del artículo publicado por Jorge Torner en El Auxiliar de Ingeniería y Arquitectura, número 66, correspondiente al 10 de Enero de 1924.