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Praderas

Historia

El día amanece despejado, agradable. La tensión y las obligaciones han estado condicionando nuestro día a día durante la semana. Hemos decidido ir al campo en busca de solaz, silencio, a pasear, a olvidarnos de la agenda y, si es posible, del móvil. Podemos terminar la búsqueda en un bosque —aguda decisión—, una montaña o una pradera. Verde, mullida, despejada… Nos quedamos. Aunque tal vez convendría conocer algunos detalles que nos permitirían una jornada más agradable que el mero estar allí.

Para empezar, deberíamos estar al tanto de la importancia de las praderas para la especie humana. Y no me refiero a una trascendencia coetánea, pasajera, difusa. ¿Qué tal si pensamos en el origen de nuestra especie? ¡Cuán largo me lo fías, amigo Sancho…! No haya temor. Se trata simplemente de recordar que los primeros homínidos bajaron del árbol para establecerse en las extensas praderas africanas, la conocida sabana, en un tiempo en que el clima seco se lo estaba poniendo difícil, su propio volumen corporal ya hacía que la vida arbórea fuera precaria o que se sintiera más seguro en el suelo.

 

Pero claro, un animal que todavía no es depredador es vulnerable en este nuevo entorno despejado. Aquella sabana debía contar, por tanto, con árboles, aunque formaran un ambiente forestal más o menos abierto, de modo que el homínido, en caso necesario, pudiera trepar a uno de ellos. Allí en la pradera buscaba su alimento por el suelo y de vez en cuando se erguía para advertir la posible llegada de un predador. Allí en la pradera aprendió o perfeccionó el homínido su capacidad de desplazarse a dos patas. Un hito para la humanidad. Tal como afirma el profesor Laín Entralgo (1), sin la bipedestación “la conducta y la historia de la especie humana no hubiesen sido posibles”.

Varios millones de años después otro cambio climático transforma de modo radical el estilo de vida del hombre. Los recursos de la caza disminuyen, pero el sapiens observa, medita, se da cuenta de que sus objetivos prefieren las praderas para pastar y que esas hierbas tan altas crecen año tras año en la pradera. Toma unas semillas y de modo probablemente accidental advierte que él puede plantarlas cuando quiera. ¿Dónde? En la pradera, claro. Ha comenzado el Neolítico, una vida, por increíble que parezca, menos satisfactoria y más difícil. Dice el historiador Yuval Noah Harari (2) que “la revolución agrícola fue el mayor fraude de la historia”. Entonces, ¿qué hizo que el hombre cambiara su estilo de vida cazador-recolector, más gratificante, al duro modelo agrícola-ganadero? A ver si no era tan sapiens… Conviene decir que el cambio fue gradual y llevó miles de años hasta que el hombre se adaptó a esa nueva vida. Fue una acomodación progresiva al ciclo vital de especies como el trigo, el maíz o la patata, de modo que poco a poco se fueron destinando más energía y tiempo a las tareas de cultivo y cuidado de los animales que a la recolección y la caza o la pesca. Se acabó el tiempo libre. Habrá que reinventarlo.

 

Y todo esto ocurrió en la pradera, un espacio de suelo profundo y rico en materia orgánica, las grandes áreas de pasto y cultivo del planeta. El pasto protege el suelo y evita la erosión, especialmente en laderas, e incluso puede colonizar el pedregal, donde cualquier cavidad, cualquier grieta es susceptible de acumular tierra y agua con sales minerales. El sapiens ganadero supo adaptarse a las circunstancias y llevaba sus rebaños allí donde y cuando había pasto. También observó cómo los jabalíes hozaban el suelo en busca de lombrices y raíces, y cómo después crecía la hierba en las hozaduras. Así aprendió que él debía hozar igualmente —¿es eso que llamamos labrar?—. A base de cortar la hierba, de acumular sus excrementos, de pisotearlos, de extenderlos, los animales estaban fabricando su pradera, y el sapiens aprendió a hacerlo, y así lo ha hecho mientras se ha sentido integrado en el ecosistema (3).

 

Por eso es necesario conservar el suelo y que cuando vayamos al campo lo pensemos dos veces antes de invadir la pradera con nuestro coche. Por eso conviene evitar las agresiones que infringimos a la pradera con nuestras inconscientes rodadas, que nos limitemos a pasear por la pradera, a observar la vida que allí se desarrolla, que no es mucha, pero ahí está, esperando que la conozcamos. Por eso es necesario reforzar los cimientos del pastoreo tradicional y la agricultura no invasiva ni ofensiva. Por eso conviene evitar la desaparición de las formas de vida tradicionales, esas que aún perviven en nuestros pueblos y que solemos ignorar tras nuestro poderoso escudo de superioridad.

 

(1) Laín Entralgo, P. (1996). Idea del hombre, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona

(2) Harari, Yuval N. (2014). De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad, Debate, Madrid

(3) Montserrat Recoder, P. (2009). La cultura que hace el paisaje, La Fertilidad de la Tierra, Navarra