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Río+20
Del 3 al 14 de junio de 1992 se reunieron 103 jefes de Estado y de Gobierno, la mayor concentración de mandatarios de toda la historia, 6.500 delegados oficiales de 178 países y 15.000 representantes de Organizaciones No Gubernamentales (ONG), empresas públicas y privadas, consorcios internacionales, universidades y asociaciones de todo tipo. Fue la Primera Cumbre de la Tierra y se celebró en Río de Janeiro. A su término, unos hablaron de éxito, otros de fracaso y muchos de que la Cumbre puso en marcha un proceso de toma de conciencia de la globalidad de los problemas y las soluciones para asegurar un hábitat sano para las generaciones presentes y futuras. Unos días antes, el 28 de mayo, Caroline Brizard escribía en Le Nouvel Observateur que “la Cumbre de Río no arreglará todos los desacuerdos. (...) No basta con hablar de desarrollo autosuficiente para que se imponga. Existen demasiados intereses en juego. Pero marca el inicio del proceso, que ya es mucho.”
Se produjeron dos grandes acontecimientos en esa quincena: la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo (CNUMAD) y el Foro Global de las ONG, que se reunieron de forma simultánea, a más de 30 kilómetros de distancia uno del otro y, no obstante, en permanente interacción, algo inédito en las conferencias internacionales. La CNUMAD debatió la relación entre el medio ambiente y el desarrollo y aprobó cinco documentos: la Carta de la Tierra, la Agenda XXI, los Convenios sobre Diversidad Biológica y Cambio Climático y la Declaración de Principios Forestales. Un símbolo del grado que alcanzó el diálogo entre los delegados oficiales, aunque con importantes desacuerdos, fue que por primera vez el entonces presidente de los Estados Unidos, George Bush, y el de Cuba, Fidel Castro, participaron en una misma reunión, escucharon sus discursos respectivos y posaron para una fotografía junto con un centenar de jefes de Estado, apenas a seis metros el uno del otro.
La sensación que tenemos ahora, 20 años después, es que todo esto no sirvió para nada. El Convenio sobre Biodiversidad disponía medidas para asegurar acciones nacionales efectivas para frenar la destrucción de especies biológicas, hábitats y ecosistemas. El Convenio Marco sobre Cambio Climático tenía como objetivo proteger la atmósfera de un aumento de gases contaminantes capaces de provocar lo que entonces se consideraba “peligroso” aumento del llamado “efecto invernadero”. La Carta de la Tierra, cuyo aparatoso título oficial era “Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo”, estableció una serie de principios que deberían tener un valor similar al de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, significando un fuerte compromiso moral, no vinculante, para los países signatarios. La Agenda XXI pretendía ser un programa de acción para asegurar la salud de la Tierra en este siglo. El documento, que debía ser cumplido antes del año 2000, ya introduce el concepto de “desarrollo sostenible” —una idea ambigua y escurridiza que pronto cayó en el terreno de la libre interpretación—, cubre todos los temas en los que se entrelazan el ambiente y la economía y propone una acción de largo alcance destinada a remodelar las acciones humanas para minimizar el daño ambiental y garantizar la sostenibilidad en los procesos de desarrollo.
La Cumbre de la Tierra concluyó con la inauguración por las ONG del Monumento a la Paz, que, con forma de reloj de arena en el que se mezcla tierra de 39 países, pretendía demostrar a la humanidad que se estaba agotando el tiempo para alcanzar una paz definitiva. En su exterior figura la expresión “Paz Mundial” en 28 idiomas, con la frase: “La Tierra es un solo país y los seres humanos sus ciudadanos”.
A la vista de cómo ha reaccionado la humanidad y especialmente sus gobernantes en estos 20 años, bien podemos afirmar que la Cumbre de Río fue un fracaso absoluto. Nos dicen que es necesaria una fuerte presión social sobre los líderes políticos que van a reunirse en Río+20, para que se comprometan a alcanzar acuerdos vinculantes por un futuro sostenible. Pero a estas alturas de la película, la fiabilidad de los gobernantes ya no puede estar más abajo. Probablemente ahora, como ya ocurriera hace 20 años, largas y tediosas horas de reuniones darán como fruto una serie de documentos que una vez más se convertirán en papel mojado. Buenas intenciones, alejadas de la cruda realidad, que no servirán para nada porque realmente no existe la voluntad de que sirvan para algo. Mientras tanto, los recursos seguirán siendo los mismos que hace 20 años, pero las demandas han crecido exponencialmente, insaciablemente. Es lo que ya se conoce como “La gran aceleración”. Y el problema del reparto equitativo de esos recursos continúa pendiente de solución. Eso sí, los gobernantes seguirán preocupados de su cuenta de resultados.
Tal vez haya dibujado un panorama sombrío, pero esto no significa que no haya que seguir llamando la atención sobre los graves problemas ambientales, sociales y económicos del planeta. La primera tentación que a uno le asalta en estos momentos es rendirse a la evidencia de que ni siquiera merece la pena escribir estas líneas, pero hay demasiada gente que sí merece seguir buscando alternativas y nuevas respuestas a los desafíos planetarios. No deberíamos cometer el error de pensar que nosotros poco podemos hacer para mejorar la situación. El mero hecho de reconocer la necesidad de cambiar nuestro insostenible modelo de vida ya sería un gran paso adelante. No nos resignemos, admitamos que otro mundo es posible… si queremos.