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Abriéndose camino

Interpretación de la Naturaleza

 

El ascenso por la ladera umbría de este hosco rincón, uno de los más bellos y feraces de la Serranía, es bastante asequible a caminantes de cualquier condición, por más que se deban escalar unos 150 metros en los casi 900 de trocha, más del 16% de desnivel. Pero el paseo, el entorno y las panorámicas que nos aguardan lo merecen. Por muy conocido que sea, este tramo de la ruta de El Escalerón siempre tiene algo para despertar nuestra curiosidad y estimular nuestra capacidad de asombro. La densa vegetación presente durante todo el año, sembrando sombras especialmente reconfortantes en verano, el atronador silencio que apenas deja oír nuestros pasos, una peculiar fuente que vierte sobre un añejo tornajo, un concierto cromático que deleita nuestra mirada en otoño, la vida que vuelve a florecer y acariciar nuestros castigados oídos en primavera, el hielo que se aferra a las paredes calizas en invierno… Cualquier momento es bueno para dejarse atrapar por el encanto del lugar.

Antes de llegar a El Refrentón, un espectacular y privilegiado mirador sobre la piscifactoría y la laguna de Uña, la senda se hace camino hacia el este, escoltada por soberbios pinos. Continúa ascendiendo al tiempo que araña delicadamente la coraza de la Muela de la Madera. Era este el antiguo camino que unía las localidades de Uña y Huélamo, mucho antes de que se abriera la concurrida carretera que bordea el Embalse de la Toba. Concentrados en nuestras reflexiones y tratando de asimilar todas las sensaciones que aviva el entorno, podemos viajar al tiempo en que este camino fue recorrido por leñadores, pastores, arrieros o viajeros. Sorprende el buen estado en que se encuentra el carril hasta llegar a la antigua casa forestal del Prado Villatejas.

 

 

En lo alto de una loma, flanqueadas por dos barrancos secos que en sus buenas épocas irían a desaguar al embalse, se van hundiendo poco a poco las ruinas de lo que debió ser el hábitat del guarda y, tal vez, de una familia resignada a la vida de subsistencia, mantenida con las pobres y escasas viandas que diera la tierra. Agua no debió faltar; una charca en la pradera y lo que resta de un pozo no lejos de la casa dan fe de ello. Cualquiera de las instalaciones abandonadas en la comarca —majadas, corrales, aldeas— podrían ser destinatarias de estas líneas. Son ruinas superadas por la hiedra, las zarzas, las ortigas y el olvido. Esos lugares se encontraron antaño repletos de otras vidas. Sus paredes, que entonces sirvieron de apoyo a cuerpos castigados por el rudo trabajo, se resisten ahora a rendirse bajo el peso del tiempo y los arbustos

 

 

La pradera que nos recibió supone un fuerte contraste con el entorno arbóreo, cerrado, de pinos enhiestos, suelo cubierto de acículas pardas y resecas. A buen seguro estas zonas fueron ocupadas por el interminable bosque de coníferas, cuando aún estaba por llegar el arado de los primeros campesinos, pero debió ser a partir de las repoblaciones medievales cuando el bosque comenzó a cambiar de aspecto mostrando la verdadera cara de una áspera tierra. Los fustes leñosos se cambiaron por mieses y reducidos huertos mal regados y peor abastecidos. La supervivencia en esas duras condiciones no sería posible sin el cuidado de unas cuantas cabezas de cerdos, conejos y gallinas. La charca, custodiada por pinos, majuelos y alguna sabina, queda ahora por debajo de la terraza cultivada, y solo espera la llegada de mejores días para que surja la vida de anfibios y tal vez algún ave de paso hacia latitudes menos agrestes.

 

 

El pozo se levantó a base de piedras sin apenas argamasa, pero sus cuatro paredes se conservan en pie gracias a una capa de cemento. En una de sus grietas fue a asentarse una semilla de pino que salió adelante conformándose con esa frugalidad a la que ya nos tienen habituados. En condiciones similares se encuentran las paredes de la casa, lo que queda de ellas, una construcción que debió contar con una soberbia presencia y que ahora sirve de nicho a unos desnudos rosales, zarzas y agracejos. Algunos abejorros andan algo despistados, dando vueltas, aturdidos, en busca de algo que todavía no está. Dentro de la ruina habita la desolación, que entró sin llamar, aunque hacía tiempo que ya se anunciaba. Algunas puertas y ventanas conservan, no obstante, resistentes dinteles de madera y marcos de sillares que se rebelan contra la evidencia. La techumbre, con sus vigas, cabrios y tejas, pasó a la historia. La fachada principal mira al sur, como mandan los cánones, y desde aquí se divisa una amplia panorámica boscosa, con Monteagudillo y La Modorra como notables elevaciones.

 

 

El camino continúa hacia el norte, atravesando un esclarecido monte sombreado por pinos y sabinas, hasta la Hoya de Pedro Domingo, desde donde se inserta en un estrecho barranco que serpea buscando el encuentro con El Refrentón.