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El libro de la naturaleza (2)
Esto puede convertirse en el juego del ratón y el gato. Los animales hacen lo posible por ocultarse, mientras el observador ha de desplegar sus habilidades para descubrirlos o, al menos, desvelar los rastros de su actividad. Para unos y otros, lograr su objetivo exige unas determinadas capacidades. El secreto del éxito en los animales se encuentra en saber eludir a quien trata de sorprenderlos. El del observador reside en su facultad de atención, su paciencia y su sensibilidad. Ve, escucha, saborea, huele, palpa y siente a través de la mente. Sin estas capacidades la percepción del entorno será mínima.
Se necesita entrenamiento y práctica para descifrar cada página del libro de la naturaleza, esos pequeños detalles que, sin el suficiente detenimiento, pasan desapercibidos, todo aquello que estimula nuestra curiosidad, que genera dudas. Síntoma de que vamos por buen camino es sentir placer al observar tales detalles y comprobar que eso supone una puerta abierta a recordar conocimientos o descubrir otros nuevos. Un paseo por el bosque al comienzo del pasado invierno sirvió para constatar que el silencio era casi el único habitante, si no hubiera sido porque hablaba el viento a través de la alta enramada. Concentrado como andaba en la percepción de otros sonidos, me sorprendió el repentino vuelo de un ave posada en el suelo, junto a la base de un pino. El aleteo era similar al de una perdiz, pero la luz del sol no me lo puso fácil. Me acerqué al posadero por ver si había dedejado algún rastro. Nada. Sin embargo, me llamó la atención la presencia de plantones de encina en un suelo donde no había encinas. Parecía claro que uno de esos incansables jardineros, tal vez un arrendajo, había enterrado aquí su nutritiva mercancía y luego se olvidó de rescatarla. Uno de los mensajes que pueden leerse en el maravilloso libro de la naturaleza.
Suele ocurrir, como en este caso, que encontremos lo que no estamos buscando. Sucedió en otro lugar distante, otro tiempo. Escrutaba con detenimiento el suelo en torno a un profundo agujero allí excavado en la ladera. Era demasiado perfecto para tratarse de la obra de un animal, por lo que descarté que fuera una madriguera. Pero sí encontré un objeto de unos tres centímetros de largo, con forma de huso, de color pardo, brillante. No tenía la menor idea de qué podía ser, aunque mis escasos conocimientos me dieron para aventurar una posibilidad: tal vez se tratase de la pupa de algún insecto, pero ahí quedó la cosa. Y todo lo que hice fue una fotografía. Pasados los años encontré una imagen prácticamente igual en un libro donde se hablaba de la mariposa isabelina (Graellsia isabelae), lo que dio pie a una ampliación de conocimientos.
La isabelina, ahora conocida por la ciencia como Actias isabelae, es una de las mariposas más bellas de nuestros montes. Hay quien la califica como la más bella de Europa (1). Casualmente descubierta por el naturalista Mariano de la Paz Graells en 1849, sabemos de ella que los machos se mueven inquietos entre los pinos en busca de algo tan importante como una hembra, mientras esta se limita a dejarse detectar colgada de alguna rama. Cuando finalmente se encuentran, se produce la cópula, tras lo cual el macho se va en busca de nuevas aventuras y la hembra inicia la puesta. Son las orugas quienes descienden del pino para enterrarse en el suelo del bosque y tejer un capullo donde se transformará en crisálida, hasta que surge la mariposa adulta en la primavera siguiente.
Nunca he visto una isabelina en su entorno natural, y me temo que no será fácil conseguirlo a tenor de sus costumbres nocturnas. De cualquier modo, este ejemplo puede ilustrar las dificultades que con frecuencia nos encontramos para interpretar el libro de la naturaleza, cómo a veces no llegamos a entender lo que leemos hasta pasado un tiempo, cómo siempre hay ocasiones para observar, tiempo para dudar y momentos para comprender. No perdamos la curiosidad para contemplar el ondulante vuelo de un ave, el lento crecimiento de la hiedra sujeta al tronco de un árbol, el impulsivo caminar de un zapatero sobre la lámina de agua, la monótona estridulación de un grillo, la feraz recogida de polen por una abeja, el armónico gorjeo de un ruiseñor en el soto, el agitado borboteo de un arroyo…
No se trata de ser un simple espectador pasivo del espectáculo ofrecido por la naturaleza, sino de participar activamente en ese cuadro, experimentar, vivir la naturaleza. He aquí una de las numerosas ventajas que representa pertenecer al club de amigos de los caminos. Viajar en un vehículo, cualquiera que sea, apenas permite leer el índice del libro de la naturaleza. El caminante, sin embargo, puede permitirse la licencia de detenerse cuando quiera, releer un mensaje, leer entre líneas. Viajar a pie despliega todas las posibilidades para reforzar vínculos con la naturaleza, aportando la mayor de las satisfacciones.
No todos observaremos lo mismo y, por tanto, cada cual lo contará a su manera. Pero todos tendremos un valioso aliado en nuestro entusiasmo por leer el libro de la naturaleza.
(1) Varios. (1991). Enciclopedia Salvat de la fauna ibérica y europea, Tomo 22. Salvat, Barcelona