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El suelo que pisamos

Interpretación de la Naturaleza

 

El órgano más grande de nuestro cuerpo es la piel. No solo alberga el sentido del tacto, sino que nos protege de agentes externos (microbios, polvo…), sustancias químicas o la incidencia de los rayos ultravioleta. También regula la temperatura corporal. A lo largo de la evolución humana, el color de la piel ha pasado del más oscuro que tenía en sus orígenes africanos hasta adoptar una diversa gama de tonalidades, pues el hombre fue ocupando poco a poco todos los entornos del planeta. Así, en aquellas latitudes donde la radiación solar era menor, la secreción de melanina disminuyó, de modo que la piel se fue volviendo más clara. Quizá esto haya dado pie para que se hablara durante tanto tiempo de razas humanas, aunque ahora los científicos ya no encuentran argumentos para definir el concepto de “raza”.

Nuestro planeta tiene su propia piel, una delgada capa de unos 15 a 25 centímetros de grosor, protectora, contenedora de formas de vida, proveedora de biomasa y nutrientes, reguladora de ciclos: el suelo, una piel que debe esperar de miles a millones de años para desarrollarse. Graves serían las consecuencias para la Tierra y toda la biodiversidad que la habita si no tuviera esa capa amparadora de procesos vitales. Pero el deterioro al que se ve sometido el suelo es galopante. La pérdida de suelo, que los geólogos denominan denudación, afecta a la salud de los ecosistemas y a su capacidad para producir los bienes y servicios que proporciona. El origen de estos daños no solo es natural, sino también provocado por causas humanas. En este punto conviene recordar la diferencia entre desertización y desertificación.

 

 

La denudación tiene a la atmósfera como causa fundamental, en su interacción con la superficie terrestre, cuyas manifestaciones principales son los procesos de erosión, transporte y sedimentación. La gravedad, el agua, el hielo y los fuertes vientos se encargan de arrastrar los materiales sueltos, produciéndose la erosión cuando las partículas y el medio que las lleva desgastan la superficie del suelo. A este proceso va íntimamente ligada la desertización, que es como decir que el desierto avanza y que la tierra se va quedando estéril. El clima, especialmente el dominado por la sequía y un régimen de precipitaciones en forma de violentas tormentas, se perfila como uno de los principales causantes de desertización.

La desertificación es un fenómeno parecido a la desertización, pero en este caso, el avance del desierto se produce por efecto de la actividad humana. La degradación y pérdida de nutrientes de la cubierta vegetal tiene su origen en los usos inadecuados o abusivos de los suelos, aunque no podemos descartar las causas naturales. Las actividades agrarias, por ejemplo, han ocasionado en muchos casos efectos negativos sobre su conservación. Entre estos cabe citar: roturaciones, transformaciones en regadío, agricultura intensiva, quema de rastrojos, explotaciones ganaderas, abandono de tierras poco productivas, etc.

 

 

El suelo que aún nos queda alberga importante información que espera a ser descubierta e interpretada. Es el suelo que pisamos, a veces dejando huellas indelebles que en nada benefician al entorno. Solemos prestar escasa atención al suelo, no solo para observar los rastros que otros animales van imprimiendo a su paso, sino para descifrar el mensaje que nos transmite el color de la tierra. Por ejemplo, un suelo oscuro nos habla de la gran cantidad de materia orgánica que contiene, materia que ha proporcionado tal color a medida que se ha ido descomponiendo. Un detalle no menor, pues podremos deducir fácilmente que dicho suelo es el hábitat de una considerable biodiversidad.

Si el suelo es rojizo, se debe a la abundancia de hierro, metal capaz de teñir las aguas que lavan ese suelo. Sin embargo, una tierra gris o blanquecina indica la riqueza de carbonato cálcico o yeso. Se trata de un suelo propio de ambientes áridos en el que los nutrientes y minerales han sido desplazados y, por tanto, la vida vegetal y animal es más dispersa. Pero el color gris o verdoso puede ser indicativo de que el suelo estuvo en algún momento encharcado. La abundancia de agua provocó ausencia de oxígeno, y eso dio lugar a semejante tonalidad.

Un suelo arenoso o pedregoso es poco dado a contener el agua de lluvia, que se filtra con facilidad. Encontramos este tipo de suelos en terrenos de arenisca y rodenal, así como en sabinares, donde tales suelos, incapaces de contener el agua, se conocen como calares. Esa agua hallará salida en algún manantial o surgencia, probablemente a docenas de kilómetros de donde se infiltró.

 

 

Según parece, fue Leonardo da Vinci quien afirmó que “sabemos más sobre el movimiento de los cuerpos celestes que sobre el suelo bajo nuestros pies”. Hoy la ciencia sostiene que hay más biomasa bajo nuestros pies que por encima del suelo, y estima que hay entre 10.000 y 50.000 especies por gramo. Unos más grandes que otros, más o menos visibles, pero todos son organismos que garantizan el equilibrio del ecosistema suelo. Siguiendo a Edward O. Wilson, “el suelo es prácticamente un organismo vivo. No es solo un puñado de tierra con bichos. Es una masa de materia orgánica, materia viva en una matriz orgánica. Es dinámico, está lleno de vida. Y no produce nada para los seres humanos si no se mantiene vivo”. Alimento, combustible, fertilidad, minerales, almacén de carbono, regulación del clima, filtro de agua… Sobran razones para conservar la salud del suelo.

“Pocos saben que la delgada capa que reposa a nuestros pies contiene nuestro futuro”, dice la Estrategia del Suelo de la Unión Europea, y no hay demasiada sensibilidad que digamos ante el hecho de que se trate de un recurso frágil y no renovable, al menos en la escala temporal humana. Ese mismo documento admite que “la creación de solo unos centímetros de esta alfombra lleva miles de años”. La actividad humana intensifica las causas naturales para hacer que se pierda más suelo del que se regenera, de modo que deberíamos tener más cuidado con la piel de la Tierra que pisamos.