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El ciclo de la tierra
Contemplamos la roca sin la necesaria sensibilidad puesta en la mirada. Hace mucho nos enseñaron que la naturaleza está formada por seres vivos y seres inertes. Como las piedras. Esta idea se nos ha quedado grabada a fuego en la memoria y nos impide ver a las piedras como sustento de vida, como futuro para la vida. ¿Qué sería del musgo y la hiedra sin el apoyo de un muro rocoso? ¿Qué del suelo nutricio sin la roca desmenuzada por el tiempo y los elementos? Nos recuerda John Burroughs (1) que la tierra es la semilla que los molinos de la erosión llevan miles de millones de años triturando con paciencia. Y añade:
“Es el tipo de semilla que mejora con el almacenamiento, y cuanto más la trabajan los gusanos de la harina, mejor pan. Es más, hasta que no se la comen y digieren nuestros fieles servidores, los vegetales, no hace la hogaza que es nuestra esencia de vida. Cuanta más muerte haya absorbido, más vida emana; cuanto más se parezca a un cementerio, más se convierte en un vivero; cuantas más rocas perecen, más campos florecen”.
Burroughs habla del granito, pero no es muy diferente la elaboración de la tierra a partir de la caliza. La vida que fue regresa sosteniendo vida. Por eso, cada vez que hagamos un agujero en la tierra para plantar una semilla o un árbol, tengamos un reconocimiento a ese suelo que antes fue roca. Detengámonos a pensar cómo la lenta mano del tiempo ha modelado el paisaje para hacer posible el milagro de la vida. ¿Dónde está la caliza que se formó sobre la arenisca desnuda sino bajo la hojarasca de nuestros bosques, o trazando surcos en nuestros huertos, o vistiendo laderas de guillomo y boj, o nutriendo pastos que alimentan a nuestros ganados? No es tan inerte la roca como nos hicieron creer.
Quizá sea por esto que las plantas han forjado un férreo vínculo con la tierra. Cuando crecen parecen huir de ella con desesperación, pero no, se limitan a buscar la luz necesaria para fabricar su propio alimento y el de otros seres incapaces de hacerlo, alimento que terminará sus días en la tierra.
Con este singular ciclo devuelven las plantas a la tierra los servicios prestados. Así de notable es el ciclo de la tierra. El suelo que ahora pisamos se encontraba hace millones de años a miles de metros de altura. Lo que entonces fue desnuda piedra, se halla ahora preparado para generar vida o ya revestido de ella. La tierra se deshace para volver a resurgir en forma de hierba, romero o encina. El ciclo de la vida se mantiene activo gracias a la muerte y la descomposición. Los depredadores eliminan a los débiles, contribuyendo así a preservar los genes de los fuertes. Y los carroñeros y descomponedores se encargan del resto y de conservar limpios los ecosistemas. El ciclo de la vida es continuación del ciclo de la tierra. Formación de montañas, desprendimiento de materiales, depósito, generación de formas vitales, descomposición y nuevas vidas.
Fertilidad y entrega. Fusión y colaboración.
Los animales somos parte de este interminable y feraz ciclo. Podemos decir, de alguna forma, que somos producto de la tierra, hijos de la tierra, pero no somos conscientes de ello. Alcanzamos a ver cómo el agua nutre la tierra y despierta la vida, pero no a ser testigos de cómo asciende desde el subsuelo hasta las hojas y vuelve después a su origen. De igual forma, no reconocemos nuestra pertenencia a la naturaleza y su comunidad de vida, como tampoco sabemos percibir el lento e incansable trabajo del viento deshaciendo la roca; solo el resultado final, no su verdadero valor. ¿No sería mejor asociarnos con la tierra para evitar su degradación?
(1) Burroughs, J. (2018). El arte de ver las cosas. Errata Naturae, Madrid.