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En la calidez del invierno
No deja de resultar sorprendente que en pleno invierno aproveche las horas centrales del día para recargar sus baterías vitales. Lo cierto es que sienta bien la caricia del sol, y la pequeña lagartija ha salido unos minutos de su impreciso agujero para dar un paseo vertical y escarpado por la pared y entre las piedras. Desciende, patea la tierra, se oculta bajo las areniscas, vuelve a subir y encuentra una postura cómoda, mirando hacia arriba, agarrada con sus finas uñas, en posición inverosímil, se queda inmóvil, calentándose, extendida su cola, tan larga o más que el resto del cuerpo, confundiéndose con la misma piedra. Bien pensado, no es tan raro verla ahora, pues, en realidad, la lagartija no hiberna. Tratamos de acercarnos todo lo posible sin hacer movimientos bruscos para no asustarla. Podemos apreciar la lenta y rítmica pulsación de su abdomen por debajo de sus patas delanteras. Parece estar pensando si es ella la que anda desorientada en esta época del año o son las moscas y hormigas que trata de capturar. “¿Por dónde se esconden?”, dirá. Luego nos mira inquisitiva, curiosa, y, por fin, decide abandonar su rocoso solárium y corretea frenética, intermitente, se oculta, reaparece, y vuelve a ocultarse para salir vete a saber dónde.
Tampoco la escarcha pierde ocasión para hacer saber que estamos en invierno, atípico a tenor de los casi veinte grados que esperamos en el ecuador de la jornada. El frío de las primeras horas de la mañana no intimida al gorrión chillón, cuyo estridente grito llama nuestra atención al otro lado de la ventana. Posado en la valla del jardín, se hace pasar por una hembra de gorrión común, aunque ni siquiera pertenece a la misma especie. Ni se desplaza dando saltos como los gorriones comunes, sino caminando. Un leve movimiento de los visillos advierte al pájaro de nuestra presencia y levanta apresurado el vuelo hacia algún recóndito lugar.
El paseo de hoy transcurre al amparo del riachuelo. Un pito real vuela con un chillido de protesta mientras descendemos por el terraplén para seguir al serpenteante arroyo. El agua, enrojecida por la piedra ferrosa, está salpicada de remolinos de espuma, su curso sinuoso contrasta con las enhiestas flechas que se elevan de la orilla. El río viaja junto al camino, que conduce a través de los pinos, en dirección al horizonte, y nos hace creer que los chopos van en sentido contrario. Estos notables árboles, que parecen nacidos directamente del agua, proyectan largas sombras bajo el sol de la tarde. Sus altos troncos grises están moteados con círculos de liquen gris más pálido. Las raíces se adentran en la mullida ribera tapizada de hierba. Las copas delinean ojivas afiladas que se pueden ver a kilómetros de distancia. Ellas mismas se contemplan engreídas en el espejo del río, como narcisos gigantescos. Los helechos, ya dorados, descubren ahora la ladera y el único sonido es el del viento.
Un mirlo parece haber escuchado la advertencia del pito real y se apresura a ocultarse en la fronda, sin dejar de observar nuestros pasos. Este pájaro negro, como tantos otros habitantes de la espesura, vuela con especial habilidad para no tropezar con las ramas. El vuelo da a las aves algo más que movilidad; les da una forma mejorada de ser, con una libertad emocional, física y psíquica inaccesible para el caminante. Cuando hace viento, parecen poner a prueba los límites de esta libertad y son conscientes de que otros también lo están haciendo. Cuando forman bandadas, mantienen complicadas relaciones y una conciencia de cercanía entre ellas. ¿Qué significa entonces que un pájaro esté solo? ¿El entorno y el tiempo quitan la utilidad del vuelo y aflojan los lazos entre las aves para que vuelen como individuos, experimenten el éxtasis, se pierdan en la corriente, se liberen unos de otros, se liberen de sí mismos?
Seguir con la mirada esos giros imposibles de las aves, persiguiéndose a veces unas a otras en estos días de invierno, es una experiencia tonificante. Juegos amorosos de gorriones y torcaces, de mirlos y cornejas, trinos melódicos de carboneros y zorzales. Dan ganas de pedir la vez y participar en su recreo. Aunque solo conformarse con escuchar y mirar es tan gratificante que el tiempo se disipa entre los recovecos de nuestras reflexiones. Aquellos mosquiteros inquietos apenas se detienen en una rama y ya se van a la orilla de la charca, repleta de larvas que poco a poco van liberándose del agua para echar a volar. El ritmo de sus movimientos es frenético, desconfiado, vigoroso. Esta mañana hemos visto fugazmente a un herrerillo en el borde del tejado. Se ha dejado ver escasamente unos segundos. Ojalá encontrara la caja nido que tenemos en la esquina, la misma que otros congéneres suyos ocuparon el año pasado. Hemos mirado al salir de casa, pero no hay evidencias todavía. Quizá sea demasiado pronto. Canta a lo lejos el pinzón, donde la enramada permanece desnuda, donde el picapinos anda busca que te busca entre las cortezas de los chopos y el río baja más contento que unas pascuas tras las últimas lluvias.
Dedicado a nuestro amigo y maestro Félix Rodríguez de la Fuente, que este 14 de marzo cumpliría 93 años.