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En un lugar apartado
El viento, incómodo y helado, se levanta de buena mañana inundando de lágrimas los ojos. Apenas somos capaces de mirar a través de los prismáticos. El sol aún no ha alcanzado su punto más alto ni ha logrado permiso para entrar en el cañón. Recobra la Naturaleza su bullicio poco a poco. La vida saluda al sol como si fuera consciente de que es su motor. Solo alumbra parte de la solana, allí donde reposa un par de buitres al amparo del cantil rocoso. No se levantan del nido; andan incubando estos fríos días de febrero.
Un grupo de visitantes se acerca en tropel a mi lugar de observación. Uno de ellos pregunta si hay rapaces y le indicamos las buitreras que hay enfrente. Le cuesta verlas, pero finalmente dice que sí. Admirado por la panorámica, tal vez por su nuevo hallazgo, gira levemente la cabeza y exclama “¡Qué sabia es la naturaleza!”. Sin responderle, pensamos que, si realmente fuera sabia, no permitiría que cierta gente llevara sueltos los perros, que no recogiera sus excrementos, que no arrojara basura al entorno, ni dejara las colillas de sus cigarros en cualquier hueco de la roca, como vemos aquí, o que no pintara las paredes o rayara las cortezas de los árboles. Tras no más de diez minutos para hacerse las fotos de rigor, el grupo se marcha. Mientras tanto, el sol, despacio, muy despacio, obliga a la sombra a bajar hasta el río.
Poco después, el viento ha aplacado sus ansias de volar, sobre todo abajo, en lo más profundo del cañón, junto al río de aguas aparentemente limpias, aunque un análisis químico dijera lo contrario. Hemos llegado hasta un punto desde el que se aprecia una poza de agua entre verde y azul turquesa, que probablemente haga las delicias de veraneantes durante el estío. La casualidad ha hecho que en ese momento llegara planeando una garza y se posara en la zona menos profunda del río. Observa recelosa, no sea que algún curioso ande cerca. Y efectivamente, al menor movimiento que hemos hecho para cambiar de posición detrás de los arbustos, la garza ha echado a volar.
Son muchos los placeres que otorga la Naturaleza cuando nos encontramos en lugares tan apartados, como haber trazado una distancia considerable entre nosotros y la carretera, y evitar el ajetreo y el ruido de coches que suben y bajan, algo que resulta habitual en una soleada mañana de sábado. El aire nos trae aromas de romero y armonías de carboneros y herrerillos. En el suelo, huellas de ciervo y hozaduras de jabalí. Y, sobre todo, mucha serenidad.
Pequeños algodones blancos navegan rápidamente por el cielo azul. Los chopos se agitan con el viento, sonando como olas rompientes en la orilla. El sol brilla a través de los troncos cuando estamos a punto de traspasar los límites del bosque. Algunos árboles poseen la fuerza del acero y se asientan en lugares inverosímiles. Pinos, tejos, tilos, robles… Adquieren un aspecto de arbotantes, elementos casi góticos, cualidad reforzada por raíces retorcidas a modo de nervios que se entrelazan sobre la tierra, que la abrazan. Nos recuerdan a seres mitológicos que tratan de engullir al suelo que los sustenta. Uno podría preguntarse qué duraría más tiempo clavado en el terreno, un poste de hierro o una estaca de esta madera. Y la hazaña alcanza tintes impresionantes cuando el árbol crece sobre la piedra. No es que surja de una hendidura, sino que las raíces se han abierto paso a través del risco partiéndolo como un melón maduro.
Son encomiables los que crecen desafiando al vacío, en plena verticalidad, allí donde algún ave se posó para depositar las semillas que no pudo digerir. Las dejó a su propia suerte en una precaria grieta y muchos años después se convirtieron en verde melena del peñasco. Bien pudo ser un arrendajo que llegó volando, chillando, con una bellota en el pico u otra semilla en el buche. En aquella hendidura dejó su carga y regresó a la espesura. El viaje pudo repetirse varias veces, hasta aquel lugar o algún otro, en el suelo, no lejos de allí, donde enterraría su pequeño tesoro. Y, por qué no, algunas de estas reservas quedaron olvidadas, y de ellas surgieron estos árboles que a veces ni siquiera logran aspecto de árbol, pero casi siempre pasan desapercibidos a nuestra mirada.
Rosales y majuelos han tenido un buen año. Aún compiten por ver cuál de ellos ruboriza más el paisaje. Llamativas y regordetas perlas escarlata, brillantes unas, más oscuras otras, son testimonio de una primavera soleada y un verano cargado de lluvias sostenidas. Zarzas y endrinos se unen al concierto cromático cargados de azuladas y moradas promesas. Madroños, nogales, serbales, tejos… Todos contribuyen a su manera. Desean enviar su propio mensaje a las criaturas animadas, espectros que se remueven en la espesura y se acercan a los matorrales. “¡Cómeme, cómeme”, dicen las delicias de color. La macedonia de frutas está dispuesta en la mesa del campo.