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Lo que la Naturaleza sugiere
¿En qué consiste ser naturalista? Vaya, la pregunta se las trae, y no resulta fácil para un lego encontrar una respuesta adecuada. El lego —quien suscribe— debe recurrir a los gigantes para hallar algo de coherencia. Con la llegada de la televisión es imposible pasar por alto la contribución de gente como Jean-Jacques Cousteau, David Attenborough o Félix Rodríguez de la Fuente, entre tantos otros. Precisamente nuestro naturalista de referencia aportaba más ideas en uno de sus cuadernos de campo (1):
El auténtico naturalista de campo, muchas veces el sencillo paseante enamorado de la naturaleza y profano a las ciencias zoológicas, no solo conoce, sino que siente la cobertura vegetal que viste nuestra piel de toro (…). No solo las perceptibles fronteras que separan la tundra de la taiga, la taiga del bosque caducifolio, este del bosque mediterráneo, y la sabana de la estepa y del desierto, son dignas del estudio y del conocimiento del naturalista de campo. Las —mucho más— delicadas diferencias y peculiaridades de una meseta, un valle, una cárcava o un simple tronco muerto depositado sobre la hojarasca deben ser auscultadas e interpretadas por el amante de la naturaleza.
Aun a riesgo de reiterar lo ya expresado en ocasiones pasadas, la literatura de naturaleza ha de servir para hacernos reflexionar sobre cómo es y cómo debería ser nuestra relación con la Naturaleza. Debe derramar sentimientos sobre el texto, de forma poética si es preciso, no tiene por qué ser indiferente y desapegada, ni tampoco renunciar al rigor en las descripciones de paisajes o formas de vida. Podrá reflejar los cambios que experimenta la naturaleza con el paso de las estaciones sin cerrar la puerta al lenguaje lírico o las emociones. Es un arte llegar a transmitir una íntima pasión por la naturaleza, cómo conectar y fundirse con ella, en un tiempo dominado por el mercantilismo y la tecnología.
No calla la conciencia si la escuchamos.
Jamás pide favores,
razón ofrece.
La literatura de naturaleza ha nacido para abrir puertas, no del campo, que no ha de tenerlas, sino esas que hemos instalado en nuestras mentes y que nos impiden ver más allá de la sinrazón en la que nos desenvolvemos con cierta soltura. Debe servir, pues, para agitar conciencias y movernos a la indignación por nuestra falta de empatía hacia lo que actitudes irresponsables están provocando en el entorno que nos acoge. Triste época esta en la que quienes menos piensan dan tanto que pensar. Probablemente la literatura de naturaleza no llama la atención de grandes masas. Al contrario, es sigilosa y discreta, no sobreactúa ni busca sensacionalismos ni alharacas. Más parece que vaya destinada a una inmensa minoría de personas que acaso desean encontrarse a sí mismas, que quieren caminar acompañadas por sus reflexiones más íntimas, que anhelan aprender la Naturaleza observando, y descubrir las maravillas de lo cotidiano que atesoran todas las formas de vida y los paisajes que ocupan.
(1) Rodríguez de la Fuente, F. (1978). Cuadernos de campo 60, “Árboles y arbustos”. Marín, Barcelona.