Blog
Nos abrazan
Se hermana el sol con el horizonte, por un collado entre dos montes oscuros, y acuerdan pintar su cielo con tonos de fuego. Colaboran en ello la mezcla de gases del aire y una infinidad de partículas que no dejan de flotar. La mortecina luz incendia las copas de los árboles antes del crepúsculo. Huye el azul del ocaso. Las gentes del campo ven en tales matices encendidos un cambio de tiempo. Hoguera al anochecer, lluvia al amanecer. También los aislados retales de nube se tiñen de sangre, como delicadas lenguas incandescentes. Una lenta llamarada recorre la Naturaleza. A medida que el sol va aplacando sus bríos y se recuesta al otro lado de los montes acariciando la tierra, las sombras van avanzando implacables, engullendo todo lo que encuentran a su paso, desfigurando las siluetas como si estuviéramos en una atracción de feria. Entramos en el reino del silencio, apenas quebrado por los últimos graznidos de las cornejas. La calma reinante aplaca el rebelde ruido del resto del mundo. Cuando finalmente el sol se sumerge al otro lado del horizonte, aprovechamos los últimos minutos de tenue claridad para regresar. Una luz pálida se abre camino por el este. Es la luna que, tímida, asoma por encima de las copas de los árboles alumbrando un oscuro océano sobre el que poco a poco van brillando las estrellas. La Naturaleza adopta un aire melancólico que cae a plomo sobre la tierra, como si todas las puertas se hubieran cerrado de golpe.
Si pudiésemos planear unos cientos de metros sobre el suelo, veríamos los alrededores del pueblo de Carrascosa de la Sierra prácticamente desprovistos de vegetación arbórea. No es fenómeno exclusivo de esta localidad. Durante siglos se han venido explotando los bosques sin pensar en las siguientes generaciones. Los pueblos se han aprovechado de los múltiples beneficios aportados por las arboledas, principalmente los recursos madereros y alimenticios de pinares y encinares, pero apenas se ha practicado la repoblación forestal, ni se ha pensado en las consecuencias de la deforestación. Estufas, hornos, construcciones, herramientas, aperos de labranza… han conocido la vida y han facilitado la de lugareños mientras estos —y ahora nosotros— no tenemos en cuenta las necesidades de quienes nos siguen. Joaquín Araújo (1) nos lo cuenta con sencillez:
“La idea central del pensamiento ecologista es que lo que realmente está amenazando la seguridad de la humanidad o de cualquiera de sus fracciones territoriales es precisamente la degradación ambiental. Las patrias, las etnias y las culturas se están debilitando más por la erosión, la deforestación, la contaminación del aire y las aguas, la extinción de especies, la pobreza e incultura de sus habitantes, que por alguna mengua de su dominio político y militar”.
Y hace aún más tiempo que nos lo recuerda: que fuimos bosque antes que humanos, que, si queremos más y mejores bosques, será mejor que rebusquemos en nosotros mismos, encontremos y, en la medida en que cada uno desee, avivemos nuestros vínculos sentimentales con la arboleda (2). Hace mucho que nos viene faltando esa ancestral alianza con la Naturaleza.
A poca distancia de Carrascosa perdura un pequeño bosque de quejigos que cubre como un manto la colina que los del lugar llaman Prado Redondo, pues verde es su color y casi circular su forma, semejante a un diapiro de cabellera arbolada. El camino de acceso nace en la carretera y atrapa al bosquete formando un singular lazo. La sensatez debió reinar en la mente de quienes en algún momento decidieron conservar los magníficos ejemplares que representan esta notable dehesa en pleno corazón de la Serranía de Cuenca. Este bosque es rico en árboles añejos, con carácter, en un entorno casi primitivo generador de sensaciones. Un parche de verdor en el agreste entorno más cercano a Carrascosa, cuyos habitantes recogieron durante siglos los recursos que necesitaron, sin renunciar nunca a la conservación de este bosque. Por lo que pudiera pasar. Sabia decisión. Atrás queda una larga historia de humanización del bosque, de generación de un paisaje tan pensado para el ganado como aprovechado por el hombre.
La singular combinación de luces y sombras, de silencios y rumores, aporta una evasión de la vida cotidiana. Nuestra escala temporal se rompe en mil pedazos. Podemos imaginar que en cada uno de los magníficos ejemplares de quejigo, troncos retorcidos y soberanas enramadas, anida una historia ancestral, una leyenda medieval, un cuento de hadas. Auténticos tesoros vivientes azotados por el viento y abrigados por la bruma. Podemos sentir la soledad en compañía de estos árboles. Sencillo será que un paseo por este lugar reconforte el ánimo, facilite encuentros, despierte reflexiones y lo transforme en un espacio inolvidable. Cada época posee un encanto especial. En primavera, tapiz verde intenso tachonado de flores blancas, a la vez que nacen los primeros brotes de hojas. Continuo renacer. En verano, buscando el alivio de su sombra y formando parte del coro emplumado. En otoño, bañado por la fina lluvia y cubierto por el velo gris de la neblina. En invierno, silencios quebrados por pasos en la nieve. Árboles que reconfortan, inyectan humildad e inspiran todo el año. No somos nosotros quienes les abrazamos; son ellos los que nos abrazan.
(1) Araújo, J. (2004). La ecología. Contada con sencillez. Maeva, Madrid.
(2) Araújo, J. (1995). Los instantes del bosque. Ministerio de agricultura, pesca y alimentación, Madrid.