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Paraísos para la flora silvestre
Acudían los campesinos a la era en plena canícula para culminar las labores de la temporada. Tras la siega a paso de hoz y a fuerza de riñones, llegaba el momento de la trilla y el ablentado, esa faena de limpieza que, con ayuda de una pala de madera para echar la parva al viento, servía para separar la paja del grano. El viento era un labriego más. Luego, tímidamente, sin prisas, llegó la maquinaria, la aventadora: la carga se introducía por una tolva y, por medio de una rueda manual —movida por tracción animal, es decir, a fuerza de músculo—, se ponía en movimiento un juego de cribas y un ventilador que generaba el viento necesario para deshacerse de la paja, que salía despedida por un extremo, mientras que el grano caía por las cribas y era recogido por el extremo opuesto. Esta máquina entró en desuso desplazada por las cosechadoras autopropulsadas, y rápidamente se convirtió en chatarra, olvidada con frecuencia en algún desdeñado rincón de la propia era, donde paso a paso las hierbas fueron ocupando el protagonismo que antes tuvieron horcas, palas, cantares y sudores.
Curiosamente, la propia mecanización, en forma de motor de combustión interna, que ha llevado tanto a la sustitución de mano de obra como a la erradicación de los setos en caminos y carreteras, ha mejorado en cierta medida el entorno de las afueras de los pueblos como hábitat de la típica flora. Un terraplén rocoso que antes carecía de interés botánico, puede llegar a registrar una colorida concentración de especies que hallaron en la vieja aventadora un eficaz apoyo. Zarzas, rosales, nuezas, madreselvas… Un seto de vida sobre chatarra oxidada. De la misma manera que un buque hundido en el fondo del mar se transforma en un atolón coralino de gran diversidad de colores y especies. Formas inertes que se llenan de vidas.
El suelo blando y arenoso está húmedo después de la lluvia intensa durante la noche. Sigo el estrecho camino cuesta abajo, sorteando como puedo los grandes charcos de barro. Cuando salgo del camino mis piernas se dejan acariciar por helechos, jaras y brezos. El sol atraviesa las nubes que se elevan y brillan como gigantescas masas de algodón sobre un zorzal cantando desde la cima de un alto pino silvestre. En medio de la pradera el cielo se mira sobre la lámina de aguas quietas de una charca temporal, donde las ranas se aprestan para el comienzo de una nueva temporada. A tiro de piedra del camino, en la ladera solana de un monte de pino, encina y aulagas, se elevan a pocos centímetros del suelo las paredes de piedra que antaño sirvieron de cobijo a pastores con su ganado. Por estos lares se conocen estas construcciones como tinadas, tainas, tainás, tinás o tiñás, y fueron obra de la paciencia y tesón de los propios apacentadores de ovejas. Piedra sobre piedra, sin argamasa o cualquier otro tipo de fijación, transportada hasta el lugar elegido a lomos de burros o mulas; vigas de sabina sentadas en machones de piedra y, sobre ellas, vigas de pino que servían a su vez de apoyo para los cabrios, también de pino, cubiertos por un entablado de madera para sentar las tejas.
El techo de la tiná era muy importante, pues, mientras no se hundiera, seguiría siendo propiedad del pastor, pasando en caso contrario a propiedad pública (1) o a dominios de la vegetación. Saúcos, ortigas, hiedras, madreselvas, clemátides… habitan a partir de entonces esas ruinas de un pasado ganadero. Son como muros de lo salvaje, selvas lineales erizadas e impenetrables donde la vegetación es tan abundante y desbordante que resulta difícil distinguir una planta de otra. La intemperie y los insectos xilófagos se alían para ir consumiendo lentamente las maderas más duras, incluso los corazones resinosos de pino. La sabina es más resistente y, si aún queda algún resto, descansa plácidamente sobre fragmentos de piedra y teja amontonados en desorden.
Hay una especie de sensación embriagadora en todo esto, una suerte de caos ordenado, de orden caótico sustentado por estructuras de metal oxidado o sobre piedras amontonadas junto a las que todavía quedan en pie. Tal vez por ser algo que escapa a nuestro control, porque esa vegetación ocupa espacios y objetos que antes fueron humanos, esas plantas se han ganado el apelativo de malas hierbas a pesar de su proximidad, y son firmes candidatas para ser erradicadas de nuestro entorno.
El conjunto que podemos contemplar, no obstante, configura un sello distintivo del paisaje rural de nuestros campos, una seña de identidad del abandono de vastas tierras que ahora constituyen un auténtico paraíso para la flora silvestre, un retrato de vegetación desenfrenada que se funde con elementos artificiales o naturales de piedra y madera, híbridos de habilidad humana y creatividad natural, un panorama esculpido por el viento y la soledad. Y, a pesar de todo, el resultado puede perdurar durante mucho tiempo.
(1) Fajardo, J. (y otros). (2007). Etnobotánica en la Serranía de Cuenca. Diputación Provincial, Cuenca.