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Una visión desconcertante
Es tentador pensar en las historias evolutivas de éxito como avances inexorables en complejidad, impulsadas por la competencia. Pero hay otra dimensión menos antropocéntrica: la resiliencia. Los organismos humildes frente a nosotros, cuyos orígenes abarcan escalas de tiempo geológicas inimaginables, que ahora colonizan los restos de gigantes caídos, ya sea por la acción del tiempo, de los efectos atmosféricos o del hombre, sobrevivieron a catastróficas extinciones masivas globales. La movilidad, como esporas transportadas por el viento a todas partes, ha sido su activo perdurable en un mundo en constante cambio.
Al oeste de la muela, un saliente rocoso, una espina caliza, parece surgir con la intención de escapar de la tierra, encaramándose al vacío excavado por el Júcar en su lento discurrir. El Picón de Royo Frío da una oportunidad más a los sentidos para que perciban el asombro de lo silvestre. Lo infinito del tiempo y el espacio, nuestra pequeñez y vulnerabilidad, todo lo inverosímil que seamos capaces de imaginar, inmensidad, plenitud, eternidad, inspiración, serenidad… Se puede decir más, pero la mente no acierta. Un no castigado entorno que conviene revisitar. Salvando las distancias y pasando por alto las dimensiones, se abre ante nosotros uno de los paisajes que mejor imitan la grandiosidad de las montañas norteamericanas, aunque la comparación no es demasiado acertada. El cañón abierto por el Júcar apenas pasa de ser una pequeña arruga en el paisaje.
El aire llega repleto de aromas e invita a la arboleda a entonar una relajante melodía. El bosque, en la monotonía de lo igual, expresa la solemnidad de lo inmenso, la espiritualidad de lo auténtico. El paisaje hace lo suyo para completar el cuadro. A lo lejos, los montes se envuelven en una tonalidad violácea que evoca cierta melancolía. Habla la Naturaleza y nos hace callar. A nuestros pies la vastedad del pinar presta sus tonos verdes para crear un artístico contraste con el azul del cielo. En la cumbre, vegetación subyugada por clemencias e inclemencias. Si nosotros viviéramos aquí, probablemente estaríamos sometidos a un fuerte estrés provocado por los embates del viento, el frío, lo inhóspito. Ignoramos si esta vegetación siente lo mismo, seguramente sí. Tal vez sea más vulnerable de lo que imaginamos.
Cuesta comprender aquí, donde cielo y tierra se unen, si estamos arriba o abajo, aquí o allí, encima o debajo. Por un momento creemos que las nubes podrían abrazarnos e invitarnos a realizar el mismo viaje que con tanta sobriedad hacen los buitres, solo planeando y mirando a un lado y otro. Mejor lo dejamos para otro día. Nos conformamos con ser testigos de un espectáculo que excede a lo que consideramos como normal. Y nosotros, aquí, ocupando una tribuna preferente, en lo alto del cañón. La montaña está viva, como dice Nan Shepherd (1), que supo describir la esencia del paisaje visto desde lugares parecidos a este, pero también reflejó la relación entre mente y montaña, algo solo posible cuando se vive la cercanía de la naturaleza. Y reconocía abiertamente las dudas generadas por la lectura del mundo que nos rodea, pues “nuestra visión habitual de las cosas no es necesariamente la correcta: es solo una entre infinitas más, y vislumbrar cualquiera que no conocemos, aunque sea por un instante, nos descoloca, a pesar de que nos vuelve a afianzar”.
Allá abajo, el profundo surco excavado por el río durante miles, millones de años, tan inmerso en la tierra que apenas podemos apreciar el color esmeralda de sus aguas. Entre el estero y nuestro privilegiado puesto de observación, una infinita ladera vestida de infinitos árboles tejiendo un infinito juego de luces y sombras. La mente se nos queda en blanco contemplando la panorámica, sintiendo una sana envidia por esas aves que dibujan en el aire curvas imposibles. Admiramos aquel lugar donde acaso residan el silencio y la soledad, esos que suelen ser felices compañeros de camino y que aquí se resisten a ser acompañados. Los sentidos tratan de coordinarse para descubrir las múltiples sensaciones que despierta este paisaje. Trabajan de una manera diferente a como lo hacen normalmente, y perciben lo indecible. Solo hemos de prestar atención a las sensaciones que nos llegan. Las experiencias crecen, y nosotros con ellas. Esto es inolvidable. Contar el tiempo aquí es perder el tiempo. Es en momentos así cuando más cerca estamos de conocernos, de saber lo que somos, de integrarnos en la Naturaleza, de encontrar la serenidad que hemos salido a buscar. Más que una cita con lo salvaje, se trata de un cruce con nosotros mismos. Un monumental descubrimiento.
(1) Shepherd, N. (2019). La montaña viva. Errata naturae, Madrid.