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Cumbres: el Señor de la Montaña
"Sube a las montañas
y coge sus buenas noticias.
La paz de la Naturaleza penetrará dentro de ti,
como la luz del sol penetra en los árboles.
Los vientos soplarán en ti
su propia frescura
y las tormentas su energía,
mientras las preocupaciones caen
como hojas de otoño"
John Muir
La historia que voy a contar tuvo lugar en los primeros días de un abril cualquiera, al final de un prolongado periodo de lluvias. Las fuentes están pletóricas; los arroyos bullen ruidosos; la escorrentía hace de las suyas; los campos ya no pueden acoger más agua en su seno; los manantiales proclaman sonoramente su contenido, algunos de ellos después de meses, incluso años, de atronador silencio.
Desde nuestro refugio en Valdemeca nos atrevemos a emprender la escalada al Collado Bajo, la tercera mayor elevación de la provincia, tras La Mogorrita y La Cruceta. Ninguno supera los 2.000 metros de altura, pero ahí están, desafiantes, esperando que el caminante se encarame a ellos. El tiempo es cambiante y caprichoso, con cortos ratos de sol y largos momentos de agua y penumbra. Como queriendo llevar la contraria al ritmo estacional, de cuando en vez se desata en forma de nieve y ventisca.
La ascensión, iniciada en la Fuente de la Ardilla, es lenta y dura. La pendiente es pronunciada y el suelo húmedo no se muestra firme a nuestros pies. El silencio es apagado por el continuo y veloz fluir de un arroyo sin nombre al que acompañamos en los primeros metros, y del agua que discurre libre por la brusca ladera. El recorrido nos ofrece un reparador descanso en un encharcado calvero tapizado de verde desde el que poder admirar el paisaje. El continuo paso de las nubes dibuja claroscuros en el inmenso lienzo natural y nos permite contemplar una magnífica panorámica de valles, montañas y bosques, desde San Felipe, el cuarto en discordia, hasta la Sierra de Javalambre, pasando por la más cercana Sierra de Zafrilla. Silencio, paz, armonía… son sensaciones que se agolpan en ese corto instante que separa nuestra llegada a esta atalaya del momento en que somos conscientes de que nuestro verdadero destino en la cumbre nos aguarda.
El bosque de imponentes pinos silvestres nos envuelve y nos resguarda del viento, y una delicada alfombra de musgo, cubierta por ocasionales manchas de nieve, protege el suelo del ímpetu fogoso del agua y la nieve. En el último tramo de la ascensión aún llegamos a tiempo de contemplar otra fabulosa panorámica, esta vez al sur y al oeste, dominada por contraluces y montes que se difuminan tras cortinas de lluvia que se acercan amenazantes sobre la Sierra de Valdecabras y Tierra Muerta. Y a escasos metros de alcanzar la ansiada cumbre, la luz se viene apagando, la niebla comienza a cubrir los pinos que coronan la cima, la nieve granizada arrecia. De repente, un intenso fogonazo viene seguido por el atronador rugido de la tormenta. Nuestros cuerpos quedan paralizados. Nos encontramos a escasos cien metros de un destino que no alcanzamos a divisar, conscientes de un incierto peligro.
En estas condiciones, decidimos emprender el regreso, perseguidos por más destellos intensos y bramidos ensordecedores. Ha sido como si algo o alguien, acaso un misterioso y enfurecido Señor de la Montaña, se esforzara por conservar oculto un secreto que en estos momentos no desea desvelar a nadie.
No tememos al Señor de la Montaña cuando también es el Señor de la Paz, del Silencio Absoluto y de la Armonía, el hacedor de grandes beneficios donados graciosamente, similares a los del bosque. No lo tememos cuando se ofrece generoso a mostrar sus encantos más insondables, cuando sabemos que de sus montañas procede la tierra que, una vez labrada, será matriz de nuestros alimentos vegetales. También el agua tiene en ellas su cuna y almacén. Son plataformas para contemplar el paisaje. Gente de todo el mundo vive en y de las montañas. Todo eso lo sabemos, y sin embargo nos intimida cuando desata su ira por alguna inescrutable razón. Solo esperamos no haber sido la causa de su enfado.