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Equilibrios truncados
Los tenemos en casa y apenas apreciamos su presencia. Son pequeños cubos blancos, brillantes, de caras lisas, perfectamente formadas. La Naturaleza es, una vez más, hábil escultora de equilibrios. Para esculpir esos diminutos cubos ha dispuesto que un átomo de sodio proporcione un electrón y que un átomo de cloro ande por ahí cerca para recogerlo. Ambos elementos adquieren una carga eléctrica contraria para que lleguen a atraerse y formar un sencillo grano de sal, esperando en el salero de nuestra cocina para sazonar lo que luego degustaremos. Así de simple y de asombroso.
Semejante equilibrio podrá ser roto por otra sustancia también en equilibrio, formada esta vez por un átomo de oxígeno asociado a dos de hidrógeno, el agua. Solo será necesario un toque sutil de energía —pongamos que hablo del sol— para que los átomos de cloro y sodio vuelvan a encontrarse y recuperen su perdido equilibrio en forma de pequeños cubos de sal.
Equilibrios tan aparentemente sencillos como el de la sal se están repitiendo en la Naturaleza millones de veces en cada momento. Como el del azúcar, aunque para formar una diminuta estructura endulzante hacen falta 45 átomos diferentes. Pero no deja de ser otro de esos frágiles equilibrios que se pueden romper en pocos segundos. Y estos detalles tan cercanos a nuestra vida cotidiana, pero tan lejanos a nuestra percepción, se suceden cada segundo a una escala mucho mayor en nuestro entorno.
En la Naturaleza todo tiende al equilibrio. Las aguas bajan desde su alumbramiento, renuevan y arrastran tierras, sortean obstáculos y poco a poco pierden brío hasta hallar la calma en el llano, donde reside su equilibrio. Sea como sea la cuenca que las hospeda, las aguas siempre mantendrán su callada quietud, porque en eso consiste su equilibrio. Puede ser que la brisa agite tal serenidad, pero seguirán sintiendo una irrefrenable inclinación hacia su equilibrio. No tienen otro sitio adonde ir ni otra cosa que hacer, a menos que un agente externo perturbe su armonía.
El hombre se conduce a veces —demasiadas— como ese agente turbulento, díscolo. Conscientemente o no, interviene en la ruptura, más que en la creación, de equilibrios. Es capaz de modificar la forma de la cuenca acogedora del agua, su capacidad, su serena alianza con la proporción. El hombre puede hacer uso del agua como quiera, cuando quiera y cuanto quiera —¿no es en ello el número uno de todas las especies?—, hacer que se mueva, generar energía, convertir secarrales en tierras de regadío, pintar de verde el desierto. Le resulta sencillo lograr que la Naturaleza pierda su equilibrio si lo que realmente importa es su provecho como agente desequilibrante. Tal vez podamos admitir que el hombre no siempre destruye, pero su actitud viene a ser como la de quien cambia las reglas del juego en mitad de la partida.
Suele suceder esto cuando nos obcecamos en modelar el entorno en un bienintencionado, pero vano intento por devolver las condiciones naturales a lo natural. ¿No sería mejor dejar que lo que resta de Naturaleza virgen encuentre el equilibrio por su cuenta? En cuestión de horas extraemos combustibles fósiles de las entrañas de la Tierra, recursos que tardaron millones de años en almacenarse y convertirse en lo que son. Luego los quemamos y llenamos el aire de negritud. ¿No es esto alterar el equilibrio del aire, el agua y la tierra? ¿No estamos abriendo la puerta al agitado desequilibrio, a la sinrazón? ¿No convendría hacer uso de los recursos naturales en la medida que se vayan renovando? Si es necesario cortar un árbol, hagámoslo, pero plantemos otro en su lugar. Por lo menos. Consumamos el agua que precisemos, no más. No queramos cambiar el mundo a costa de conmover alianzas.
Aldo Leopold fue, sin lugar a dudas, el pensador más influyente sobre la conservación de la vida silvestre, la tierra y la naturaleza del siglo XX. Trató de proponer una relación ética y afectuosa entre las personas y la naturaleza, porque los humanos formamos parte de la Tierra junto a suelos, aguas, plantas y animales. Si en lugar de perseguir la seguridad, la prosperidad, la comodidad y una vida lo más larga e insípida posible, pensáramos con Thoreau que la naturaleza es lo que preserva el mundo, las cosas nos irían mejor. A nosotros y al mundo. Se hace necesario, por tanto, adoptar un estilo de vida sostenible capaz de reconocer el valor de la tierra y la vida que acoge.
Las especies han evolucionado en busca de su equilibrio, algo que la ineptitud humana está alterando irremisiblemente. El concierto natural ha hecho posible la maravillosa complejidad de la vida y, que sepamos, esto solo es posible en el planeta que nos empeñamos en dominar.
A ambos lados del camino, repartidas entre las altas hierbas de la pradera, numerosas telas de araña atrapan diminutas gotas de rocío que relucen ante los primeros rayos de sol, constructor de equilibrios. Mal hacemos en subestimar las cosas que parecen demasiado pequeñas. Las arañas tejieron estas artísticas redes para no tener que consumir energía en la captura de sus presas. Una manera de mantener su equilibrio vital. Acaso se limitan a reforzar su trampa si detectan cambios atmosféricos que así lo aconsejen. Es su viaje al equilibrio.