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Historia de un río (1): el Huécar
No tiene más de 15 km de longitud y es para Cuenca lo que la clara para la yema. Ve su primera luz al pie de la Sierra de la Pila, entre juncos, eneas y chopos. No llora al nacer, se arrulla a sí mismo. El mirlo, la abubilla y otras pequeñas aves asisten al parto de la Tierra.
La pureza del agua deja ver sus entrañas. El río se amansa y se encabrita por momentos. Hay tramos en los que la vegetación se deja peinar y mecer por la suave corriente. La quietud casi total envuelve la escena, un momento que no se quiere perder el cuco.
Al poco de nacer da la bienvenida a las briosas aguas del Arroyo de la Rambla, que viene de la Casa de Cotillas. Veo rocas arañadas por corrientes bravas, y las riberas dan fe de ancestrales cultivos. Al otro lado del Puente de las Tablas la roca se abre en la Cueva del Moro. Si fue refugio o vivienda moruna, no lo sabemos, pero el interior ya ha sido expoliado varias veces y se requiere la colaboración de todos para su conservación.
Quisieron las gentes de Palomera y Molinos de Papel asentarse a orillas del pequeño Huécar. ¿O acaso fue al revés? Vuelvo a recorrer lugares ya visitados en estas dos pequeñas y tranquilas localidades: la típica casa serrana, la ermita de la Virgen del Vadillo, el lavadero a ras de suelo, el acueducto del antiguo molino, el panteón…
El río se da luego aires de escultor y viene excavando una magnífica hoz que nada tiene que envidiar a la de su hermano mayor el Júcar. En los últimos kilómetros antes de franquear las puertas de la ciudad, se hermana con huertas y fuentes. Con la paciencia que da saberse en posesión de todo el tiempo del mundo, ha arrancado materiales a la roca para alimentar huertos y hocinos hasta llegar a Cuenca. Aquí las gentes del lugar modelaron su curso y domeñaron su cauce.