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Historia de un río (2): el Júcar
El Júcar merece nuestra atención porque sin él no habría sido posible el Parque Natural de la Serranía de Cuenca ni las gentes que supieron anclar sus raíces en esta tierra. ¿Qué habría sido sin el Júcar de la ciudad de Cuenca o de los pueblos que eligieron la cercanía de sus aguas? El Júcar no es un río, es el río; no es solo la arteria principal de la Serranía, es su alma, su razón de ser.
Decepcionante. Tal puede ser la sensación del visitante que no ande algo precavido sobre el nacimiento de un río. A muchos les pasa. Esperan encontrar una maravilla natural y se topan con una pradera silenciosa y algunos regatos secos, allí, al pie del Cerro de San Felipe, en el paraje que conocemos como los Ojuelos de Valdeminguete. No hay un nacimiento, sino varios, y no hay que tomarlo como cosa extraña, pues es más habitual de lo que parece.
A pocos metros de su cuna, el Júcar ya empieza a ser juguetón y bromista. Se oculta y aparece causando cierto desconcierto al caminante. Se atreve a cruzar el Estrecho del Infierno apenas se echa a andar entre pinares y aromáticas, y atraviesa el Estrecho de San Blas siendo un mozalbete retozón. Aquí se solaza entre farallones calizos, junto a la fuente que celebra al santo sanador de gargantas y que presume de romería a primeros de febrero.
Tras regar la pradera del albergue, cae en ruidosa cascada junto al molino que da nombre a este salto que alborota las aguas, que ya entran en el profundo barranco de la Virgen, antes de lamer las casas de Tragacete. El río, intrépido joven, llanea y se deja querer por la carretera. Se encuentra con la Cañada Real de los Chorros, donde lleva siglos abrevando a los ganados trashumantes. Y se crece ante el Arroyo de la Herrería y el río de Valdemeca.
Huélamo le recuerda su ancestral relación con la ganadería y el comercio de la lana. Aquí nace —o muere, según se mire— un camino que antaño recorrían los pastores para llevar la lana a otros lares, pasando por Las Majadas, Portilla, Zarzuela, Collados, Torrecilla, Pajares, Villaseca, Ribagorda y Albalate, donde conecta con el Camino de Santiago. Pero el Júcar prefiere seguir hacia el sur. La venta y el molino de Juan Romero se lo reconocen con amplia área recreativa.
La experiencia crece al par que el caudal, un tesoro que se remansa en La Toba, donde recibe al humilde Arroyo del Boquerón, entre los vanidosos pedestales Monteagudillo y La Modorra. Ya se levantan las engreídas moles de la Muela de la Madera. Covacho Colorado, La Rastra, Canto Blanco, La Santilla y Peña Rubia van a escoltar al río hasta su entrada en los cañones que forma tras su paso por Uña, con trebolada laguna que se dispone a recibir, devolver y dar más agua. El canal sigue sus pasos encaramado en la ladera, retando al vértigo. Y abajo, en lo profundo del cañón, las aguas verdes del Júcar anhelan abandonar la angostura al amparo del Ventano del Diablo, nombre endemoniado para una visión divina.
Villalba de la Sierra le abre las puertas a la feraz vega, donde el río ya es maduro y sereno. Los pescadores, rindiendo pleitesía, se acercan a sus orillas. Aún queda, sin embargo, franquear el último obstáculo de madurez: la magnífica hoz que forma hasta su entrada triunfal en la ciudad de Cuenca. Prueba superada cum laude. Miles de paseantes así lo reconocen cada día.