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Intervenir o no intervenir, he ahí el dilema

Relación con la Naturaleza

 

Fue al terminar el confinamiento que nos vimos obligados a vivir en 2020 como consecuencia de la pandemia COVID-19. Nos habíamos perdido una de las primaveras más bellas y feraces de los últimos años, pero aún llegamos a tiempo de comprobar que teníamos nuevos vecinos en las cajas nido instaladas en casa, dos familias de herrerillo común y una de carbonero común. Disponemos también de un refugio para murciélagos —sin ocupantes, que sepamos— y un nido de colirrojo tizón, aunque este tuvo sus propios artífices. Por cierto, semanas después uno de los colirrojos sigue pasando noche al amparo del porche. Tanto los herrerillos como los carboneros, adoptando las debidas precauciones, entraban y salían de sus respectivos hogares provisionales a pesar de nuestra presencia. Dentro de las casas podíamos escuchar el desesperado piar de los polluelos reclamando su tierna pitanza. Y un buen día se alejaron todos, sin avisar, sin decir este pico es mío, ni a qué bosque se dirigían. Allí dejaron las casas de madera, perfectamente acondicionadas con hierbas, plumón y musgo, tan limpias que cualquiera diría que en ellas vivieron tres familias de pequeñas aves.

 

 

Cuenta Peter Wohlleben (1) que en sus tiempos de guarda forestal en Alemania —en la actualidad trabaja en un proyecto para recuperar los bosques primigenios— era muy dogmático en lo relativo a algo tan cotidiano como dar de comer a los animales silvestres; cotidiano porque todos lo hacemos, o lo hemos hecho alguna vez o hemos visto cómo otros lo hacen. La opinión que entonces tenía era que no debíamos dejarnos llevar por la compasión o las ganas de ayudar a ciertas especies en su búsqueda de sustento. Visto así, la alimentación de animales supone una intervención sobre el entorno que determina cambios en su situación alimentaria de manera no natural. Por tanto, la instalación de comederos para aves o el depósito de sobras de comida para mamíferos como el zorro significaría la modificación de su conducta hasta el punto de hacerla acomodaticia, excesivamente sociable y confiada respecto al ser humano. Desde este punto de vista, los animales deben desarrollar y ejercer sus propias estrategias de supervivencia y, por qué no, seguir recelando de nuestra presencia, pues nunca estarán seguros de nuestras reacciones.

Lo cierto es que, según termina reconociendo Wohlleben, la instalación de comederos para aves promueve la población de ciertas especies. “Muchos animales jóvenes sobreviven, y la próxima primavera estas especies serán particularmente fuertes, a expensas de otras que es posible que no lleguen a estar en la pajarera”, dice, y añade que, “además, la tasa de reproducción está muy bien adaptada a las pérdidas invernales. Las especies con alta mortalidad juvenil simplemente ponen más huevos y crían varias aves por temporada”. Tal vez sea una casualidad o, más probablemente, cosas de la selección natural, pero la única familia que nos visitó en 2019 tuvo una baja, ninguna en 2020, y este año dos.

 

 

Nuestra relación con las aves se mantiene inalterable. Mejor dicho, crece. Los primeros comederos que utilizamos eran piedras planas sobre las que echábamos comida para pájaros y migas de pan. Ahora tenemos dos comederos de madera y otros dos metálicos, y el espectáculo que ofrecen multitud de gorriones es digno de observar con detenimiento, sus inquietos revoloteos, sus prisas por coger el mejor sitio, su constante vigilancia... Con una regularidad casi mecánica van y vienen, como si alguien les diese cuerda. A veces se vuelven, con curiosidad, para mirar a su alrededor, luego desaparecen de nuevo, o descansan en la percha vegetal antes de lanzarse a volar. Son movimiento y energía constantes. Y esta charla chirriante y el ronroneo de las alas son la banda sonora del jardín durante buena parte del año, especialmente en época de reproducción. No se trata de algo insignificante, habida cuenta del galopante descenso en la población de estos compañeros de hábitat. Quizá se mantengan las dudas acerca de si esto es ecológicamente correcto, ya que no se sabe hasta qué punto se modifican las reglas del juego establecidas por la naturaleza. De cualquier modo, si estas técnicas de alimentación y protección no son buenas, ¿por qué no se eliminan los muladares para aves necrófagas, cuyo impacto sobre el incremento poblacional de estas especies ha sido indudablemente positivo? Otra cosa sería dar alimento a ciervos, gamos o jabalíes cuando el interés se centra en decorar el salón de casa con una magnífica cabeza. O poner comida en las calles para perros y gatos, cuyas consecuencias son desconocidas por algunos.

 

 

El clima es capaz de alterar las rutas migratorias, pero nosotros no creemos tener tanto poder como para hacer que los gorriones y otras especies de aves se queden cerca de casa por unas migas de pan. Como tampoco creemos que estas formas de alimentación o nidificación “postizas” vayan a crear nuevas especies. Se trata, más bien, de allanar el camino para la adaptación a los cambios ambientales, algo que en modo alguno altera el equilibrio ecológico del entorno. Al hacer que estos y otros pájaros sigan siendo nuestros compañeros, estamos llamando a la vida.

 

(1) Wohlleben, P. (2019). La red secreta de la naturaleza. Obelisco, Barcelona.