Blog
Padecer la belleza
El camino recorre la pequeña muela con forma de embrión, atraviesa el paraje conocido como Covacha del Agua y me lleva al extremo occidental, al sur de la Casa de los Olmos. La niebla trata de ocultarme la belleza cromática del arcedo de la Muela del Perdigano, pero no lo consigue, y el espectáculo deja en mi memoria una huella imborrable. Una extensa llanura, teñida de verde con las últimas lluvias, se ve salpicada de sabinas de albos troncos y agracejos color carmesí, y precede a la profunda y naciente hoz del río Trabaque. El tableado roquedo calizo se ve iluminado por un tímido sol que despunta a mi izquierda, intentando abrirse paso entre las nubes bajas. La vieja Casa de los Olmos, de rancios muros caídos por el tiempo y el abandono, preside el escenario desde la falda del Balcón de Pilatos. El silencio es casi sepulcral; apenas se escucha a lo lejos el leve tintineo de las esquilas del ganado y, más cerca, el liviano goteo del agua que se aferra tenaz a las acículas de los pinos tras la tormenta. Me asomo al borde de la hoz y es panorama que ofrece a mis sentidos no es fácil de describir. Dos trepadores azules se afanan frenéticos en la búsqueda de alimento, subiendo y bajando con presteza por el tronco del pino. En momentos así comprendo que tanta belleza no me puede pertenecer en exclusiva y asumo la pobreza del lenguaje que me impide ser más explícito. Alcanzo a intuir los sentimientos que invadían al viajero Henri Beyle hace ya casi doscientos años.
Ya había visitado las tierras de Alemania, Austria o Rusia. Llegó a Italia en la retaguardia del ejército de Napoleón, pero más que a guerrear, el francés Henri Beyle se dedicó a empaparse de la música y las bellezas que le ofrecían ciudades como Roma, Florencia o Nápoles. Su amor por Italia le llevó a glosar su atractivo en una obra en la que él mismo cuenta que en cierta ocasión, admirando la Basílica de Santa Croce, en Florencia, sintió cómo le latía el corazón a un ritmo más acelerado de lo normal, experimentó vértigos y cierta confusión que le provocó alucinaciones. Por un momento debió pensar que tal acumulación de encantos en tan poco espacio y con tan escaso margen de tiempo no podía ser buena para la salud, pero finalmente terminó concluyendo que aquella sensación, en la que parecía que la vida se le escurría entre las manos, debía ser lo más parecido al amor por las cosas bellas. Sin saberlo, acababa de definir lo que más de siglo y medio después se conoció como síndrome de Stendhal, pues este fue el seudónimo con el que firmaba sus obras el joven Beyle.
Creo que para experimentar esta sensación no es necesario ir a Florencia. Algo más cerca tenemos infinidad de lugares donde el entorno nos deleita con galanura, sin exigencias ni contrapartidas, serena y espontáneamente. Podemos hacer la prueba en lo alto de una de las magníficas muelas calizas que salpican la orografía conquense y se asoman al vértigo, en el nacimiento revestido de pradera de pequeños ríos como el Cambrón o el Escabas, en el fondo de cualquiera de los numerosos cañones y cortados que el agua ha abierto en canal sobre la dura corteza serrana, a los pies de un diminuto arroyo o en las cimas montañosas donde, aunque apenas sobrepasan los 1.800 metros, podremos sentirnos como Stendhal admirando extasiados la más sobresaliente exposición de luz y color del mejor artista posible. Aún estamos a tiempo, hagámoslo ahora que las laderas boscosas ya celebran su gran fiesta de metamorfosis cromática, contemplemos un arco iris, un amanecer o una puesta de sol. Admiremos cómo algo tan sencillo puede ser tan maravilloso.
Fruto del majuelo (Crataegus monogyna Jacq.)
Hay tantas cosas buenas entre lo que nos rodea que hacer una lista de ellas sería un intento vano y poco creíble. Tal relación de bondades debería incluir, al menos, el aire que nos envuelve, el agua que nos riega, el sol que nos calienta o la tierra que nos ampara y soporta. Tal vez con su contemplación nos demos cuenta de que el paisaje y la sinfonía de color que nos ofrece, nos acoge y encoge el pensamiento, hasta el punto de aprisionar las palabras que podrían servirnos para describir tamaña belleza. Esto, ni más ni menos, sería el síndrome de Stendhal, y quien no quiera padecerlo, no sabe lo que se pierde.