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Paisaje sonoro
Sumergirse en la espesura de un bosque, buscar la proximidad de un arroyo o sentarse a orillas de un lago con una grabadora es una de esas experiencias reconfortantes que deberíamos poner en práctica con más frecuencia, no solo por la cantidad de sensaciones que podemos percibir en poco tiempo, sino por la serenidad que transmite a cuerpo y mente. Es posible que no tengamos mucha idea de cómo escuchar y capturar los sonidos del entorno. No hay guías de enseñanza, sí modelos a seguir. Los protocolos para grabar hábitats naturales son prácticamente desconocidos. Las formas de percibir y expresar la mayoría de los aspectos de la grabación de campo son inexistentes, y mucho menos el lenguaje para describir los fenómenos revelados a través del sonido. Los humanos aún no hemos completado el viaje que aclare las asociaciones entre los sonidos producidos por espacios naturales, organismos no humanos y nuestras diversas culturas. Pero al final se aprende, y la suma de ensayos y errores es infalible. Pocas cosas hay más gratificantes que encontrar un lugar del que surja algo más que el ruido humano.
Eso de escuchar es una habilidad que resulta más bien una utopía para muchos, algo lejano, invisible. Inútil es, a partir de tal premisa, hablar de lo que expresan los sonidos, cuando somos expertos en el ruido. Más aún si nos referimos a los sonidos que nacen en el vientre de la Naturaleza. Es lo que desde hace algunas décadas se conoce como paisaje sonoro, y que tan hábilmente maneja gente como Carlos de Hita. Si a ese concepto le añadimos el de ecología, el resultado podría ser ecología del paisaje sonoro, un modo de percibir, conocer y apreciar los paisajes vivos y sus ambientes: un bosque, una playa, un río, una pradera, una cumbre… Voces que se niegan a ser disfrazadas o calladas por otras señales no naturales.
Hablemos, para abreviar, del concepto de paisaje sonoro natural, en el que cada sonido, sea cual sea su origen, contiene su propia identidad y aporta una gran cantidad de información. Esa firma individual es diferente a cualquier otra. Este paisaje sonoro se convierte en la voz de un hábitat determinado. El viento en los árboles, el agua de una corriente, las olas a la orilla del océano o el murmullo de nuestras pisadas en la tierra unen sus voces al sonido producido por todos los organismos vivos que residen en un bioma particular. Sería ideal que tal concierto armónico no fuera eclipsado por los sonidos que los humanos generamos. Algunos de estos sonidos son civilizados, como la música o una conversación ponderada. Pero la mayor parte de lo que producimos es caótico, disarmónico o incoherente, y no pasa de ser ruido.
Es importante tener en cuenta el impacto que todo esto puede tener entre sí y cómo se interrelaciona para dar algo más de sentido a nuestras observaciones. Sin embargo, con demasiada frecuencia esos sonidos que somos capaces de escuchar en la naturaleza se ven doblegados por ruidos de vehículos o aviones, voces de grupos caminando sin detenerse para una breve contemplación, incluso músicas atronadoras escupidas por dispositivos electrónicos. Son esas cosas que nos hacen perder de vista el notable sentido de lugar al que podemos llegar en unos segundos dedicados a escuchar y ver. Tal vez fue este el origen de la destrucción de entornos naturales y la pérdida de biodiversidad. Así lo entiende Michel André, Director de Investigación y Director del Laboratorio de Aplicaciones Bioacústicas (LAB) de la Universitat Politècnica de Catalunya, para quien el origen del lenguaje es el sospechoso número uno. Mientras los animales perciben los sonidos que proceden de su entorno y se aseguran de que los suyos son escuchados por otros, el ser humano se ha desvinculado del mundo natural, perdiendo la sensación de pertenencia a una comunidad de seres vivos. Hemos dejado de atender a los mensajes de la naturaleza porque nos encanta escucharnos a nosotros mismos. Según André, “si hay un lugar en el planeta para reaprender el sonido de la vida, ese es el fondo del océano”, donde se producen sonidos de forma continua sin que podamos percibirlos en toda su intensidad, ya que nuestros sentidos se hallan disminuidos —aunque puede ser que este investigador no conozca a quienes no se callan ni debajo del agua.
El fenómeno del paisaje sonoro consiste en señales que llegan desde todas las dimensiones del espacio, de arriba y abajo, de izquierda y derecha, incluso desde nuestro propio interior. La cuestión es ser conscientes de ello, de estar rodeados de elementos sonoros que nos llegan desde todas las direcciones. Las señales activas generalmente proceden de otros seres vivos, también de nosotros mismos. Los elementos pasivos, como el viento, el agua y otras señales relacionadas con el ambiente, constituyen el resto. El paisaje sonoro no solo revela la presencia de organismos que habitan en biomas silvestres, sino que define el detalle acústico de las características florales y geográficas: pensemos en los efectos del viento en los árboles o pastos, o el agua que fluye en los arroyos y en el lago o la orilla del mar. Los paisajes sonoros también exponen el desequilibrio a veces causado por cambios en el paisaje debido a causas humanas o elementos ajenos al entorno. Es importante aprender a leer y comprender los paisajes sonoros nacidos en delicada armonía, una nueva forma de relacionarnos con el mundo que nos rodea.
Ver y escuchar para comprender, no solo el origen y el significado del lenguaje de la Naturaleza, sino las consecuencias de nuestra actitud sobre ella. Hemos de sumergirnos profundamente en el paisaje más allá de lo mundano y meramente auditivo y visual, sugiriendo que la naturaleza salvaje es a la vez más compleja y más convincente de lo que parece a simple vista. Es preciso no llegar tarde al espectáculo, encontrar una butaca delantera o un palco de honor y no perderse ni un minuto de la exhibición natural.